Corrí bajo la lluvia hasta el subterráneo, intentando protegerme bajo los techos. Eran solo tres cuadras, pero me resultaron eternas. Mientras bajaba por las escaleras lo más rápido que la prudencia de no hacerme daño permitía, la música de mis auriculares se detuvo. Rápidamente saqué mi teléfono y, para mi espanto, descubrí la pantalla en negro.
Lo sacudí un par de veces, intentando secarlo. Lo froté contra mi pierna e intenté encenderlo nuevamente, pero la proeza fue infructuosa.
Resignado ante la obviedad, asumí que el aparato estaba dañado y no podía hacer nada más por él, pero esta realidad presentaba una serie de inconvenientes. El más inminente era cómo iba a pagar el viaje sin la aplicación de transporte urbano.
Me aproximé a las terminales de autoservicio y, tras cargar los datos de mi número telefónico, ingresar mi contraseña de emergencia y responder una pregunta de seguridad, el aparatejo comenzó a hacer unos sonidos estridentes que devinieron en la impresión de un ticket, no sin antes advertirme que la operación había sido grabada y, si no era quien decía ser, un oficial de policía se presentaría en mi domicilio en las próximas horas.
Apoyé el ticket en el sensor donde debía ir la pantalla de mi teléfono y los molinetes se abrieron dandome paso.
Una vez en el andén miré a mi alrededor, como nunca lo había hecho. El lugar estaba algo derruido. Nadie se daba cuenta, nadie se escandalizaba, puesto que estaban todos absortos con sus dispositivos de transmisión. Con las caras refulgentes por las pantallas y los auriculares emitiendo música o noticias constantes, daba lo mismo estar ahí o en un palacio.
El tren llegó y se detuvo en la plataforma. Una alerta emitida por la aplicación de transporte notificó a los pasajeros que ya podían subir. Por supuesto, como yo no tenía mi teléfono entré cuando lo hacía el resto de la gente.
Una vez adentro el panorama no mejoraba. Las cabezas inclinadas en eterna plegaria, concentradas en las proyecciones emitidas por el dispositivo, impedían a los pasajeros notar el precario estado del coche. Estaba sucio y rechinaba como un animal herido. Nunca lo había notado, puesto que siempre bajaba al tren con la música encendida y pasaba todo el viaje leyendo las noticias.
Un joven comenzó a reírse, nadie se dio cuenta, seguidamente lo hizo su compañero. Casi a los gritos, para poder atravesar la barrera sensorial generada por la música a todo volumen de sus auriculares, uno le dijo al otro “genial” levantando el pulgar. El otro asintió con una sonrisa boba.
El cuadro era bastante patético. Me pregunté si así me vería yo cada vez que viajaba. Parecían robots aguardando una directiva de su amo.
Una muchacha me dedicó una mirada. Me sonrió y bajó la vista a su teléfono. Seguramente estaría revisando si encontraba mi perfil en la aplicación busca citas que indica los pretendientes en las proximidades o por lo menos es lo que yo hubiera hecho de tener mi teléfono conmigo. Al no encontrarme, hizo una mueca de disgusto, se encogió de hombros y se acercó a hablarme. Leyó las sugerencias de la pantalla, eligió una y, casi leyendo, me dijo “Hola, ¿cómo estas?”
Por un momento me sentí espantado e indefenso, nunca había hablado con una persona sin tener mi asistente de interacción social a mano. La aplicación B-Social ofrecía sugerencias en función de tus intereses. “Hola” respondí tímidamente. La muchacha pasó una serie de opciones con el pulgar y finalmente me dijo “¿No tenés la aplicación B-Social? Deberías descargarla” Fue casi como escuchar un comercial emitido por la boca de un humano. Habrá visto mi expresión de espanto porque se alejó rápidamente levantando las cejas, como si se arrepintiera de haber tenido que lidiar con un demente.
El coche agarró una curva a mayor velocidad de lo que debería y todos se sacudieron a los lados como reses colgando de ganchos. A pesar de la brusquedad, nadie se inmutó. Siguieron mirando las pantallas impertérritos. Las ruedas volvieron a crujir y el vagón se sacudió una vez más hasta estabilizarse. No podía creer que este viaje era igual al que había hecho tantas veces sin notar la violencia a la que nos sometíamos.
Un hombre de traje a mi lado desvió la vista un instante y miró espantado que no llevaba el teléfono en la mano. Tipeo unas cosas y se volteó para darme la espalda. Espié indiscretamente sobre su hombro y vi que acaba de publicar un mensaje en una red social, breve y contundente: “Estoy viajando junto a cavernicola. LOL.”
La situación dejó de parecerme preocupante y comenzó a molestarme. Los robots juzgaban y se indignaban con facilidad, sin necesidad de mayor información. Asumían y sacaban conclusiones, no solo para ellos, si no que intentaban que todos pensaran igual.
“Se me rompió el télefono” dije en voz alta para quien quisiera escuchar, pero nadie parecía prestarme atención. A nadie le importaba.
Tal vez por esto, cuando el tren descarriló en la siguiente curva, sentí un profundo alivio mientras salía disparado por el pasillo. Pude ver en cámara lenta como todos abandonaron sus pantallas por un instante intentando encontrar respuestas en mundo exterior, puesto que no había una aplicación capaz de evitar la muerte inminente.