La noche se cerraba a su alrededor con tal espesura, que cuando Peter miró a su izquierda sobre los amplios pastizales, le fue imposible distinguir el firmamento en el horizonte. Su piel se erizó ligeramente contemplando la oscuridad, sintiendo como esta lo absorbía y transportaba a otra época; una donde las luces de la carretera abandonada en la que aguardaba no eran más que meros quemadores a aceite sostenidos por grandes candelabros de hierro forjado, una donde los autos no existían y el persistente ruido a los carruajes se fundía con el andar de los caballos que los tiraban, una donde el mal en los cimientos de esa tierra, ahora yerma y olvidada, supo triunfar.
No debía estar allí, no quería estar allí, pero mucho menos quería irse y declararse perdedor. Cerró con fuerza su chaqueta holgada, embutió las manos dentro de sus bolsillos y rozó con la punta de sus dedos los bordes de su celular, acordándose de forma implícita en qué época vivía, forzándose a no pensar en lo que allí había pasado. Miró en todas las direcciones, clavó los ojos en los largos y robustos postes de luz a sus costados y pese a que el escalofriante destello intermitente le hacía reafirmar que no debía estar allí, sí le dejaba en claro que estaba en el siglo XXI y que no se acercaría por la carretera un carruaje guiado por la revancha. Bueno, en verdad esperaba un Mustang, que lo manejaba un chico con sed de venganza. No estaba tan lejos de los Castellano como le gustaría.
Con un estremecimiento que lo hizo temblar, miró al cielo y no halló alivio alguno para sus nervios destrozados. Las nubes oscuras y pesadas se habían tragado completamente las estrellas y ni un solitario haz de luz blanco alcanzaba a apreciarse. Sabía que había luna llena porque revisó unas cien veces el servicio meteorológico antes de salir y, pese a no estar seguro qué tan agradable sería sentir su fulgor blancuzco y mortuorio sobre él, o a en la edificación que a unos doscientos metros se apostaba y se negaba a contemplar, la extrañó.
Peter empezó a impacientarse, a sentirse incómodo solo y a la espera. Sabía que era parte del juego, sabía que ese maldito a propósito iba a llegar tarde. Quería —el muy tramposo— que se desmoronara antes de empezar.
—Pues te pudres—le dijo al aire y el viento se alzó con fuerza en respuesta.
Peter mordisqueó asustado hasta los huesos el interior de su mejilla y se arrepintió de su exabrupto cuando flotaron hasta él los chillidos contenidos de la madera ulcerada de la cerca a pocos pasos. Joder, así empezaban todas las historias de terror. Apretó sus labios y se disculpó internamente con el que fuera que se ofendió por su osadía.
Pese a que sus zapatillas de lona gastada se removían ansiosas sobre la fina gravilla junto al camino, se quedó callado, sintiendo cómo en sus oídos el palpitar de su corazón retumbaba una y otra vez. Los minutos se alargaban y la idea de huir se volvía cada instante más atractiva. Que el silencio reinaba en aquel lugar casi olvidado por la gente le molestaba, pero peor era que lo hacía con una soberanía déspota e intimidante. Rápidamente lo único que Peter pudo escuchar fueron sus infructíferos intentos por respirar con calma, haciendo que el áspero sonido lo incomodara más y más.
Sintió la punción de cerrar los ojos y convencerse de que estaba parado en otro lado, de que no era allí donde sus pies tiesos por el frío y húmedos por el rocío nocturno del largo pasto lo habían llevado, pero lo desechó. La sola idea de no ver le aterraba más que la de posar sus ojos en la tan afamada Mansión de Los Castellano.
Peter miró sus pies, buscando algo que hacer, miró sus manos dentro de sus bolsillos, miró su chaqueta gastada y como los tirantes rojos de su mochila resaltaban… por un segundo el profundo color le recordó a la sangre y más alterado con la idea, corrió la vista. Al final, sin más que hacer y admitiendo que en poco tendría que hacerlo de cualquier manera, cogió impulso y alzó los ojos. La verdad era que mejor hacerlo solo que parado junto a su némesis del instituto. La sola idea de darle el placer a ese bastardo de ver el miedo centellear en sus ojos era más de lo que podía tolerar.
—Bueno, no se ve tan mal. —musitó intentando enfundarse de valor, fallando dolorosamente al sentir cómo otra vez se estremecía al oír su voz rebotar hasta fundirse en los alrededores de aquel lugar desértico.
La Mansión embrujada de los Castellano.
Maldito sea el condenado de Tony Stark, maldito sea él por no querer perder ni en esas contra Tony.
La estructura colonial se veía casi tan atemorizante como Peter siempre pensó que se vería: Madera resquebrajada, pintura arañada y descascarada por lo inexorable del abandono; tejas rotas, ventanas desvencijadas, escaleras parcialmente derrumbadas y por el lateral de la casa podía apreciarse como el pastizal intentaba apropiarse de esta. Grandes y frondosas enredaderas subían reptando y rodeándola como si se trataran de largos y grandes dedos que la jalaran intentando arrastrarla dentro del bosque.
Peter gimió sin poder evitarlo. Detestaba estar allí, detestaba estar solo allí, detestaba haber caído en la trampa que Tony le coloco, detestaba ser tan infantil como para aceptar la apuesta solo para demostrarle que era mejor. Diablos, qué más daba si se egresaban con el mismo promedio, que más daba si tenían los mismos premios en álgebra, física y química. ¿Qué? por amor al buen gusto… ¿Qué le importaba a él demostrar que era mejor que el chico dorado de la escuela? ¡Nada! Eso debía importarle, eso le hubiera dicho Ben que debía importarle si Peter no le hubiera dicho la gran mentira de que pasaría la noche en lo de Ned. Pero claro que no. Claro que Peter y su atorada mente dijeron que sí a aquel ridículo desafío la noche más tétrica del año.
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Editado: 27.10.2020