Por los ventanales abiertos entraba una ligera brisa, Andrea se levantó con pesadez y caminó hacia la terraza para despejarse. Ahí, en la mesa, había quedado una botella de vino que había dejado la noche anterior después de volver al hotel. Su encuentro con Mauricio Gallego la había dejado más tocada de lo que le gustaría aceptar. Había conocido a Mauricio en sus años de universidad, aunque sabía de su existencia desde mucho antes. No por nada era el primogénito del competidor principal de su padre y su acérrimo enemigo. Las historias sobre los Gallego nunca faltaron en la casa familiar de los Rodríguez, pero Andrea siempre se mostró reacia a tomarse las cosas que decían como la verdad absoluta. Al conocer a Mauricio en una fiesta de fraternidad, se dio cuenta de que no estaba equivocada. Él no era tan mala persona, entendió, pero eso no hizo que fuera más fácil acercarse a él. Lo había observado desde la lejanía, admirando su belleza y su inteligencia, su talento.
Solo su mejor amiga, Mariela, era conocedora de sus sentimientos en ese entonces: después de su primer encuentro, Mauricio se convirtió en su amor platónico. Con los años y después de ser testigo de primera mano de su relación romántica con la chica más popular de su curso, esos sentimientos menguaron hasta que creyó que finalmente desaparecieron. Ese día, después de sus dos encuentros, no estaba tan segura de eso. Claro, ahora era mayor y no quedaba nada de sus sentimientos adolescentes, pero sí sintió de nuevo esa atracción adictiva hacia él.
A pesar de ser apenas las ocho de la mañana, destapó el corcho de la botella y bebió directamente desde ella, buscando calmar un poco el ardor de sus entrañas. Necesitaba tranquilizarse y volver a construir la máscara que la protegía del mundo entero antes de salir de esa habitación y enfrentar de nuevo el hombre. Porque, sabía, lo volvería a ver. Formaban parte del mismo concurso y debía mentalizarse que por los próximos quince días, Mauricio sería parte de su vida.
Se vistió relajada, apenas en la tarde tenían un almuerzo con todos los participantes para romper el hielo, así que decidió pasear un poco en la mañana, después del desayuno. Sonrió ante esa perspectiva y decidió mandarle un mensaje a Simón compartiéndole sus planes, así se daría cuenta de que estaba siguiendo sus consejos. Su amigo le respondió con una serie de emojis que tardó en descifrar, pero al hacerlo soltó una carcajada.
Abrió la puerta de su habitación aun riendo, encontrándose de frente a la razón de su frustración.
—Así que fuiste tú quien me robó la habitación. —espetó este con un movimiento gracioso de cejas.
—No tengo ni idea de que estás hablando. —replicó hastiada porque no era suficiente tener que verlo en las reuniones, sino también en el hotel.
—Había reservado esa habitación —hizo un gesto hacia la puerta cerrada y se apoyó en la pared con desenfado—, pero tú me la quitaste. —explicó.
—¿Eh? —Su confusión era sincera en un principio, pero pronto entendió que se debía tratarse de un error del hotel—. ¿Quieres que te la devuelva? —dijo entre dientes, con una risa bailando en sus labios.
—No, no. —negó—. Solo me interesaba quien era mi vecino por los próximos días. —Andrea se encogió de hombros e hizo el intento de pasar a su lado, pero su voz la detuvo a medio camino—. Parece cosa del destino.
La mujer giró levemente en su dirección, con la ceja arqueada.
—Una burla, sí. —estuvo de acuerdo, por el ligero desconcierto en sus facciones se dio cuenta de que lo tomó desprevenido.
—Eres cruel. —Murmuró, simulando recibir un golpe en el pecho—. No me lo merezco.
Andrea hizo otro intento de irse, pero en el último segundo decidió enfrentarlo.
—¿Qué quieres de mí? —Espetó, alcanzándolo en un par de zancadas—. Te me apareces hasta en la sopa y siempre tienes algún comentario que no entiendo. ¿De dónde sale este repentino interés? —gruñó, clavándole un dedo en el pecho en su arranque. Mauricio soltó una risa entre dientes.
—Nada, Andrea. Si quieres que te ignore cada vez que pases delante de mí, lo haré. —se enserió, envolviendo la mano alrededor de su muñeca para quitar su dedo. Si él sintió el mismo escalofrío que la recorrió a ella en el segundo que sus pieles se tocaron, no dio acuse de ello.
—Te lo agradecería. —se soltó, alejándose un par de pasos.
Solo al pronunciar esas palabras y finalmente irse de ese pasillo, sintió que realmente ella no quería dejar que esos encuentros furtivos pararan. Ni modo, no podía decirle eso, tampoco podía pedirle que siguieran con ese tira y afloja que llevaban. Envuelta en una bruma pesarosa bajó hasta el comedor del hotel y pidió su desayuno, comió sola, sin siquiera desear compañía.
—¿Andrea? —escuchó a alguien llamándola desde otra mesa, giró sobre su silla. Sonrió al ver quién le estaba hablando. Se levantaron simultáneamente y se dieron un abrazo afectuoso.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, indicándole que se sentara a su lado para hablar. Él le hizo caso y deslizó la silla por el piso para acomodarse.
—Una larga historia. —Se lo contó a rasgos grandes, Andrea sintió dolor por su amigo y su situación.
—¿Cuánto te quedas? —preguntó cuándo terminó su relato, Alfonso se encogió de hombros.
—Tenía previsto irme hoy, pero me perdí el vuelo. Estoy esperando que me avisen cuando será disponible un asiento. —Andrea apretó sus manos unidas sobre la mesa.