Lirios eran las flores que llevaba Mary Ann en su pequeña manita regordeta y que, como su abuela le indicó, dejó en la tumba en cuya inscripción estaban grabados los nombres de Francis y Bethany Ashworth.
La niña tenía poco más de dos años y, aunque aún no contaba con la capacidad para dilucidar lo que había ocurrido, sí que recordaba, aunque de forma vaga, el calor de los brazos de su padre, el sonido de su voz, así como también, la lejana figura de su madre mirando a través de la ventana.
Nunca estuvo sola. Sus abuelos paternos se encargaron de ella desde que les informaron que su hijo y nuera habían fallecido en un accidente automovilístico. Una vez se realizaron las investigaciones en las que se recabaron los testimonios de varios testigos —en su mayoría conductores que presenciaron partes de la escena— se llegó a la conclusión de que Francis intentaba detener a su esposa que, sufriendo uno de sus episodios de histeria condujo el vehículo de forma errática por toda la ciudad hasta llegar a Redhead donde cayeron por uno de los acantilados al vacío.
Solo encontraron un cuerpo: El de la mujer.
Del hombre no se descubrió jamás nada.
Mimi se limpió las lágrimas con un pañuelo. El pecho le dolía tanto como solo podía sentirse con la pérdida de un hijo, de su único hijo. Pero, también sentía cierta tristeza por Bethany. Para ella, la pobre había estado perdida dentro de su cabeza. No era que la disculpara por lo que consideraba ocasionó, lo que sí, era que no sentía odio. No podía.
Tampoco tenía permitido derrumbarse.
Mary Ann la necesitaba.
Ella era lo más importante. Lo único que le quedaba de su adorado hijo. Del que heredó sus ojos, la misma sonrisa con hoyuelos, la nariz… a excepción, del cabello, que, aunque era igual también al de su padre en color, tenía el estilo de su madre.
No había terminado de procesar el luto. Nunca lo haría. El dolor se haría un espacio a perpetuidad en su corazón. Un sentimiento pesado y lacerante con el que tendría que vivir. Desconocía aún qué sería de ellos, cómo vivirían, pero lo que sí sabía con total certeza es que quería que esa niña fuera feliz.
Y con los rizos rebeldes sueltos de Mary Ann meciéndose por el ligero viento, los tres volvían al hogar, dejando atrás la tumba con la estatua de ángel que la custodiaba.
Editado: 19.10.2025