Toco mi pecho como si de la presión ejercida dependiera mi respiración acompasada.
No sé porque siento tanto miedo de pronto.
Ni siquiera consigo articular una respuesta, tan sólo me limito a mirarle. Desde una distancia prudencial, miro su rostro impasible, duro, severo, y furioso. Sé que está furioso. El destello en sus relampagueantes ojos negros lo demuestran, y quizá sea esa, la causa de mi temor.
Que hierva de broncas, pero se muestre tranquilo.
—Nicci. —Dice mordaz, colocando la fotografía en el lugar correspondiente. —Me estoy cansando de constantemente repetirte las cosas.
<<Respira. Respira. No le enseñes el pánico que te genera su aura maliciosa, su semblante propio de un sujeto demente.>>
—La puerta estaba... Estaba entornada. —Me defiendo intentando hablar en un timbre vocal seguro. —Yo... Sentía sed. —Miento.
Vuelca la cabeza hacia la derecha y se cruza de brazos. Enormes extremidades donde predominan músculos y tatuajes. Incontables jeroglíficos que lejos de aportarle amabilidad, aumentan esa esencia peligrosa que emana por cada poro de su piel.
—¡Vaya! —Ironiza, —Y... Cuéntame, ¿cómo es que de la cocina, acabaste en mi despacho?
Relamo los labios y pienso. Pienso una excusa convincente, pero nada viene a mi mente, solamente el decir la verdad.
—Me... Ha ganado la curiosidad. —Musito cabizbaja. —Discúlpame.
Las facciones masculinas se rompen en una sonrisa totalmente radiante y a pasos lentos, tortuosos que no me permiten adivinar su siguiente movimiento, se aproxima a mí.
—Te disculpo., aljamal. —Viborea con superioridad y absoluta satisfacción. —Créeme que te perdono al inmiscuirte en mi oficina personal, ¡si únicamente el escucharte pedir disculpas, es melodía para mis oídos!
Muerdo la cara interna de los labios hasta que el sabor metalizado de la sangre, indica que estoy lastimándome.
Una herida más, una herida menos, no harán mella en mi cuerpo destratado y, mientras sirva de catarsis para no cometer una idiotez, y cargar con consecuencias letales, pues bienvenida sea.
—Me encantaría saber porqué carajos eres así. —Mascullo.
Los centímetros que nos separan a ambos se acortan y mi respiración se agita. Me mantengo erguida, con el mentón recto y, una postura desafiante, aunque por dentro esté vuelta un manojo de nervios.
—Creí que querrías saber porqué carajos tengo la foto de tu graduación en mi escritorio. —Sisea inclinando el perfil en dirección a mi oreja.
—¡Ya no me interesa! —Resoplo concentrándome en mirar un punto fijo que no sea él. Que no sean sus ojos, su torso desnudo o el pantalón deportivo gris, que resalta cada uno de sus atributos varoniles.
—¡¿Ah no?! —carcajea. —¡Y yo qué deseaba enseñarte unas muy buenas que traigo guardadas de tus vacaciones en las Bahamas! —Los dedos del captor se cierran en mi antebrazo y continúa —Tengo unas gloriosas, de tu primer noche de discoteca, Nicci. De tus escapadas del colegio con Brunita. Y de las innumerables veces que te largaste a llorar porque ni mami, ni papi fueron capaces de darte un abrazo cuándo lo necesitabas. —Inspiro hondo., cuento mentalmente del uno al diez, y lo ignoro. —Traigo una colección de fotografías tuyas, desde hace ocho años, aljamal.
Un escalofrío recorre mis terminaciones nerviosas y me remuevo de miedo. Escucharle decir aquello último me genera náuseas. Saber que no caí en sus manos por simple casualidad o tragedia, aumenta mis ansias de jalarme el cabello hasta arrancarlo de raíz. Y peor aún es comprender que durante ocho largos, martirizantes, y miserables años, un tipo del que ni supe que existía ha estado acosándome, persiguiéndome, acechándome.
—Estás traumado. —Murmuro como puedo, como el paralizante temor admite. —Eres un sádico. ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿De la barbaridad que confiesas? ¡Ocho años! ¡Apenas era una niña!
—¡Tú, y tu mente diminuta, cerrada, ajena a lo que pasa a tu alrededor, son las que están mal! —Escupe con enojo. —No te acosé, pequeña soberbia. Hay una gran diferencia entre acosar y cuidar. Y yo, durante ese tiempo hice lo segundo.
Río con cinismo al oírle confesar algo tan aberrante y que disfraza con una palabra tan importante, como lo es el verbo cuidar.
Indudablemente, si llegué a considerar, el día del secuestro que nada más terrible que lo acontecido podía depararme el destino, pues me equivoqué de una manera abismal.
Lo espantoso ha comenzado desde que pisé ésta morada.
La pesadilla real ocurre ahora mismo., al entender que soy parte de la rutina de un hombre, que a ojos del mundo es un encanto, pero en cuánto a los míos refiere, no es más que un psicópata, un patán enfermo.
—Juro que me encantaría saber porqué eres así. —Repito ausente. Mentalizándome en que no debo caer en su juego de manipulación.
Ya que eso hace: manipularme al punto justo de acabar derribando las barreras autoimpuestas y obligarme a flaquear.