Llegué a casa empapada y a las puteadas. Uno de esos días que mejor ni levantarse.
Me había quedado dormida, llegué tarde a trabajar y tuve que quedarme a recuperar esa hora para que no me la descontaran. Había atendido tropecientas llamadas más de las que aguantaba mi garganta. Cuando al fin salí del call center, me agarró un chaparrón sin campera y sin paraguas. Apenas bajé del colectivo en la esquina del supermercado, otro colectivo se metió en un charco que parecía un lago y me bañó en barro. En el súper tardé tres veces más en la cola de la caja rápida de lo que había tardado en juntar lo que quería comprar. Cuando quise sacar un cigarrillo, se me cayó la caja entera en otro pozo de agua embarrada. En mi edificio, alguien había dejado el ascensor abierto y terminé subiendo los tres pisos por la escalera con las bolsas cargadas como para romperme la espalda.
Y para peor, apenas entré escuché música a todo volumen. ¡Reggae! ¡En mi casa! Mi hijo estaba por sufrir un tropezón cerca de una ventana abierta.
De sólo pensar que apenas tenía tiempo de comer algo, ducharme e irme a ensayar, me daban ganas de llamar a los chicos y avisar que no me contaran. Pero no podía, porque más que un ensayo sería una audición. Después de varios emails, un tal Mariano Ibáñez nos había invitado a Jero, Beto y a mí a una reunión informal de una hora en un bar cerca de Corrientes y Callao. Entonces nos tiró la bomba: quería ver un ensayo, y si le gustaba, nos daría a firmar un contrato con Vector, la productora de Ragolini, que nosotros jamás habíamos sabido que produjera bandas locales. Así que no, no podía faltar, ni cancelar, ni nada.
—¡Nahuel, bajá la música! —le grité, dejando las bolsas en la cocina.
Y mi hijo tuvo el tupé de contestar desde mi cuarto. ¡Estaba escuchando Bob Marley en mi cuarto! Iba a tener que llamar un exorcista para limpiar la habitación.
—¡Hola, ma! ¡Está Stewie!
—¿Quién? —pregunté, revolviendo mis cosas en busca de más cigarrillos.
—¡Stewie, ma!
¡Ahí estaban! Me puse a abrir la caja con saña de adicta terminal a la nicotina. ¿Con quién estaba mi hijo? ¿Había invitado a un compañero sin avisarme?
—¿Quién? —repetí, negándome a moverme hasta que fumara un par de pitadas.
Entonces vi que había dejado un rastro de huellas embarradas desde la puerta hasta la cocina. ¡Fantástico!
Nahuel apareció en la cocina con su tablet, sobresaltándome.
—Stewie, ma —dijo una vez más, mostrándome en la tablet una llamada de Skype sin video.
Le lancé una mirada asesina. —Te dije mil veces que no lo llames así —lo reté en voz baja, porque me caía más que gordo que siguiera con su chiste de que vos eras Stewie Masterson.
—¡Ahí estás! ¡Hola! —saludaste desde la tablet.
—Hola, Stewart. ¿Dónde estás, que llamas tan temprano?
—En Florencia, Italia, a punto de salir a cenar. Ray y Ashley querían saludarte también. —Tu amigo y su esposa me saludaron alegremente—. ¿Qué hora es allí?
—La hora del almuerzo —respondí, descansando contra la mesada, agotada y con muy poco humor.
Nahuel me tendió la tablet. —Agarro tu laptop —dijo.
No agarré la tablet y la apoyó en la mesada contra la pared. —¡Adiós, Stewie!
—¡Compórtate, muchacho!
—¡Ni que lo sueñes!
Rieron los dos mientras yo juntaba ganas de desarmar las bolsas del supermercado.
—¿Y cómo estás? —me preguntaste—. Llegó el gran día, ¿verdad?
—Sí, es hoy.
No sé qué me pasó. No sabía bien qué me pasaba desde que te fueras a Europa. En realidad sí lo sabía, y trataba de no hacerme cargo. Pero ese sábado al mediodía dejé de evitarlo. Me molestaba que la estuvieras pasando tan bien. Me molestaba escucharte siempre animado, de excelente humor, paseando por algún lugar soñado. Me molestaba que te acordaras de hacerte un momento en tu nueva vida feliz para contarme lo bien que estabas, lo bien que te sentías, lo bien que la pasabas.
Me daba por el reverendo forro de las pelotas.
—¿Qué sucede? No suenas bien.
—Tengo un mal día, eso es todo, no te preocupes. Sólo espero que mejore dentro de las próximas horas. Si es que mi mal humor no lo arruina todo.
—¿A qué te refieres?
—No importa, olvídalo —dije con voz cansada—. Lo siento, Stewart, pero éste no es un buen momento para que hablemos. Tengo muchas cosas por hacer antes del ensayo, y muy poco tiempo para terminarlas.
—Alto ahí, pendeja —dijiste, repentinamente serio—. Deja ya las excusas y dime qué mierda te ocurre.
Que estás bien, pelotudo. Y yo entraba en tu vida para atajarte en tus crisis. Y si ya superaste tus crisis, yo quedo afuera. Y suena horrible pero es la verdad. Y detesto sentir envidia porque estás viajando por esos lugares increíbles que yo no voy a poder ver nunca. Y es todo una mierda. Porque siento que me seguís hablando por costumbre o compromiso. O ambos.