Una luz impactó contra mis párpados cerrados terminándome por despertar. No alcancé a ver qué originaba ese destello cuando un nuevo golpe de luz me cegó completamente y tuve que parpadear.
―No podrás negarme la presencia de Santana en tu dormitorio ahora ―dijo un Dan genuino, escondiendo parte de su rostro detrás de una vieja cámara fotográfica.
―¿De qué...? ―la pregunta quedó colgando en mis labios al girarme sobre mi cuerpo y sentir un tibio aliento a centímetros de mi rostro.
Volteé la cabeza hacia la puerta, donde Daniel me miraba con regocijo, y mi piel se heló repentinamente. Santana estaba acurrucada junto a mí, con su rostro hundido en mi cuello y mis brazos alrededor de su cintura.
Sentí otro flash impactando sobre ambos.
―Lo siento, es un momento único ―festejó él, luciendo radiante y fuera de sí.
―No lo es ―argumenté―, siempre dormimos así.
Y lo que quise que sonara como un fundamento racional, solo hizo que la sonrisa desproporcionada de Dan se ampliara exageradamente. Me senté en la orilla de la cama, procurando no hacer bullicio, y apoyé mis pies en el suelo mientras buscaba mis zapatillas.
―¿Sabes lo raro que es, cierto? ―cuestionó.
Encontré una zapatilla bajo la cama, y cuando me agaché para cogerla, la pregunta de mi hermano mayor se coló en mis pensamientos con un significado distinto.
―Somos amigos ―me sentí obligado a explicar.
―Poco creíble ―opinó haciendo que mi mandíbula cayera.
―¿Qué insinúas?
Dejó la cámara de fotos en una de sus manos, torció la boca y soltó una risa ronca.
―Santana no es una niña, tú no eres un niño. ¡Vamos! Es obvio ―conjeturó sin prisa y con la convicción suficiente como para hacerme enfurecer.
―No es obvio, explícame ―exigí cruzándome de brazos mientras caminaba hacia él.
―Oh, ¿me dirás que no te has dado cuenta de lo que es Santana? ―siseó con incredulidad.
―¿Mi amiga? ―intenté adivinar.
―Una mujer, Einstein―sentenció sin pizca de duda en su voz―. Para ser el listillo de la familia, eres bastante idiota.
¿Una mujer? Claro que sabía que Santana era una mujer; tenía nombre de mujer, pestañas de mujer, voz de mujer, curvas de mujer...
Recuerdos del sueño que tuve con ella se dispersaron en mi mente; solté una risa nerviosa.
―Mírala.
El mentón de Dan señalando hacia mi amiga me espabiló.
Seguí la dirección de sus ojos y quedé pasmado ante el cuadro que se dibujaba a solo unos pasos de distancia. Cada parte de mi ser se estremeció al darme cuenta que no era un dibujo. Era una realidad tan palpable como el sudor frío que recorría mi espalda en ese mismísimo instante.
El cuerpo de Santana yacía sobre mi cama cubierto solo hasta la cadera con un par de mantas, y parte de su camiseta azul con el logo rojo se había levantado hasta su cintura. Su pelo revuelto se esparcía por todo el cojín, en suaves ondas y caídas, luciendo tan sedoso como lo era al tacto. Y tenía labios entreabiertos, solo un poco, mientras su pecho subía y baja armoniosamente...
¡Diablos! ¿Daniel se había dado cuenta de lo mismo que yo?
Irritado, me acerqué a mi amiga y cubrí todo su cuerpo con la manta.
―¿Hay alguna ley que me prohíba salir con la mejor amiga de mi hermano? Porque créeme, si la hubiera me encantaría romperla ―confesó sin despegar los ojos de ella.
―Y yo estaría encantado de romperte la nariz si te le acercaras ―respondí de mala gana, pero hablando más serio que nunca antes en mi vida.
Le oí soltar una risa estruendosa, pero antes de que pudiese preguntar qué demonios le pasaba, una voz soñolienta me detuvo.
―Buen día.
Giré precipitadamente y me encontré con la mirada turbia de Santana; en sus ojos se mezclaban tonalidades verdes y amarillas.
―Buen día ―dijimos al unísono Dan y yo.
―¿De qué reían? ―dudó ella intercalando la mirada―. Parecían divertidos.
―Yo no reía, era Daniel ―mascullé―. Y realmente no sé por qué lo hacía ―añadí siendo sincero.
―Reía porque me parece divertido ver cosas que los demás no, cosas tan obvias ―respondió haciendo énfasis en la última palabra.
―¿Obvio como qué? ―ahondó ella que, a pesar de tener los ojos hinchados, parecía bastante despierta a comparación mía.
―Tan obvio como que en esta habitación alguien sueña contigo ―aseguró alzando las cejas con diversión; sonrió anchamente al recibir como respuesta un largo silencio―. Iré a preparar el desayuno.
Nos dedicó un mohín sugerente y salió con la frente en alto.
―¿Soñaste conmigo? ―dudó Santana entornando los ojos.
―¿Qué? ¿Yo? ¿Contigo? ―balbuceé intentando tragar pero con mi boca seca―. Yo...
Ella se estiró sobre la cama, haciendo que su camiseta se subiera unos centímetros y, sin querer, vi un fragmento de su sostén. Era rosado. Rosado, joder.
Me atraganté.
―Sí, antenoche soñé contigo ―admití con mi voz apresada.
La confesión salió tan deprisa de mi boca que el cuerpo de Santana se quedó inmóvil en un abrir y cerrar de ojos. De a poco, se sentó sobre la cama y me miró.
―¿Y? ―inquirió.
―Y... ―empecé aturdido. ¿Quería que le contase el sueño? No lo creo, pensé recordando los detalles―. Nada raro ―la tranquilicé al verla muda e inquieta―. Tú estabas en una fiesta, cantando una canción de Lilly Grace en karaoke, y yo te aplaudía. Desperté cuando desafinaste en una nota alta ―mentí fingiendo una sonrisa divertida.
―Oh ―balbuceó bajando la vista.
―Iré al baño, baja cuando estés lista ―dije intentando sonar distendido, pero sin lograrlo en absoluto.
Salí de mi dormitorio tan rápido como mis pies me lo permitieron. Recién cuando estuve en el baño, me miré en el espejo y salpiqué mi rostro con agua fría varias veces.
¿Qué había cambiado en mí?
Mi pelo seguía igual alborotado como siempre. Mis ojos no habían cambiado de color. Mi nariz seguía teniendo dos orificios. Mi boca estaba en el mismo lugar.