Alma Eterna - Primer libro: Ojos de Rubí

CAPÍTULO VI – Historias de vampiros

Atónito, Luis terminó de escuchar la historia de Roberto Howater: estaba convencido de que cada palabra era cierta.

Hasta hacía poco más de tres horas, había sido un perfecto incrédulo. Pero por lo vivido recientemente, sumado al relato de Howater, su instinto le decía que aquello era cierto.

—Ahora —pidió el jefe—, necesito que me cuentes con detalle lo que viste desde que llegaste al hotel Noche y Día.

 Luis no supo bien cómo relatarlo, no tenía la capacidad narrativa de Roberto Howater. Así que, en cinco minutos, le expuso, conciso y firme, acorde a su profesión, la secuencia de los hechos.

Howater escuchó atento y paciente. Le explicó, luego, que había varias dotaciones de bomberos trabajando en el hotel, que allí se había desatado un siniestro de gran magnitud.

—Estoy seguro de que esto está relacionado con aquello que viví en mi juventud —dijo— Hice averiguaciones, investigaciones. Hablé con gente. La palabra que pronunció aquel monstruo quedó en mi cabeza por muchos años. Llegué a averiguar que existía un texto al que los romanos llamaban Malefactum, escrito originalmente en un idioma muy antiguo. Me sé la traducción de memoria. Dice así, escuchá con atención:

 

Caín miraba el cuerpo inerte de su hermano. Segundos antes se encontraba delante de él: hermoso y vigoroso como siempre. Ahora sólo era un cadáver a sus pies. Sabía que ella se molestaría. Quizás, cuando se le pasara la primera impresión, descubriría que había más para amar en él que en Abel.

El amanecer estaba próximo. Del puñal que estaba en su mano izquierda chorreaba sangre y le ensuciaba los dedos. Cuando asomó la luz en el horizonte, dijo “Oh, amado Dios. Mírame. Ámame. Ámame ahora como has amado a mi hermano. Ahora soy único, y el más hermoso”. Cerró los ojos, esperó que la luz cálida lo bañara y lo bendijera, pero eso nunca sucedió. Delante de él se había materializado la figura de un ángel, sus alas tapaban los rayos del sol. “He llamado a Dios, Gabriel, no a ti”, dijo Caín. “Dios no vendrá a tu presencia. He venido yo”, respondió el ángel Gabriel.  “Dios quiere oírte pronunciar cómo has matado a tu hermano”, aclaró el ángel con desprecio. Esto no gustó a Caín, que gritó una maldición, y arremetió contra Gabriel con el gran puñal en alza. Gabriel creó un vendaval que derribó a Caín al suelo, y su gran y soberbio puñal se incrustó en una roca. Cuando por fin pudo ponerse de pie, el ángel estaba sobre el cadáver de su hermano, llorando “Pobre hombre, él no merecía morir. Era el mejor de los hijos de Adán”. Apareció corriendo la esposa de Abel, la mujer que Caín tan desleal y ruinmente deseaba. Esta lloró junto al ángel la muerte de su esposo. Caín se enfureció, perdió el control y arremetió contra ella, la mató con sus propias manos.  En ese momento, sintió en su alma la corrupción de Satanás, oyó en sus oídos una nueva propuesta del demonio. “Esta muerte no es vana, es el castigo de Dios para contigo”, dijo Gabriel y señaló a la mujer muerta. Pero el hombre ya no era hombre, ahora era un demonio veloz y fuerte, y se abalanzó una segunda vez contra el ángel. Atravesó el cuello de Gabriel con sus dientes y bebió de su sangre, y fue inmortal gracias a esa sangre. Cuando se sació, huyó, maldecido por la luz del sol para siempre, porque sabía que Dios lo estaba condenando. Ahora llevaría a cabo la propuesta de Satanás: esparciría su sangre maldita como una plaga sobre la Creación de Dios. Cuando Gabriel se recuperó de sus heridas, intentó volver con su Padre, pero éste lo rechazó. El ángel se volvió oscuro y maligno, y fue a deambular en busca de Caín, llevando consigo guerra y desgracias.

 

 

 

Luciano escuchaba el mismo relato de la boca del padre Brochero.

Cuando el sacerdote finalizó, reinó un largo silencio en el viejo Ford del cura. Era media tarde y recorrían la ruta hacia la parroquia del cura.

El escape del hospital había sido relativamente sencillo. Salieron por la ventana y cruzaron el estacionamiento hacia el vehículo de Marco, ahí Luciano se cambió de ropa y enseguida emprendieron el viaje. 

Recorrieron varios kilómetros en silencio, hasta que el sacerdote le dijo que tenía una historia para contarle. Le habló acerca del antiquísimo Malefactum, y la historia de Caín, y le aclaró además que, si bien tenía un valor histórico secreto, se sabía que algunos de los elementos contados podían ser ficticios.

Marco lo dejó cavilar y sacar sus propias conclusiones.

Luciano echó una ojeada al paisaje: bordeaban una sierra. Enseguida se miró las manos blanquecinas.

—Entonces… —inquirió indeciso—, ¿soy… un vampiro?

El padre Marco respondió sereno.

—No exactamente. Siendo honesto, no sabría decírtelo. Si un vampiro muerde a un ser humano, tiene dos alternativas: o lo desangra hasta matarlo, o le da de beber su sangre. Si hace esto último, lo convierte, y eso es definitivo. En cambio, vos ahora parecés humano. Es muy raro—el hombre no desviaba la vista de la carretera.

El sacerdote giró el dial de la radio hasta que encontró un tema que le gustó, Hey Jude, de Los Beatles. Subió un poco el volumen y sonrió.

 —Mirá tu cuello en el retrovisor.

Luciano se acercó al espejo y observó. Vio las dos marcas y reflexionó.



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En el texto hay: vampiros, licantropos, iglesia

Editado: 21.03.2020

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