Amarnos de nuevo

Capítulo 15

Danielle Reyes

Mastico la tapa del lapicero, frustrada. Sin delicadeza, suelto el lapicero sobre la mesa del comedor. Apoyo la cabeza en la madera fría; las hojas abiertas de mi libreta se pegan a mi frente. Las cifras de las deudas brotan una tras otra, como una burla. El estómago se me revuelve de ansiedad al pensar en el total.

Las listas de mis deudas pendientes parecen interminables. Un caos organizado. Alquiler, el préstamo del banco, la electricidad de la cafetería, agua, gas, el pago de mi auto, las clases de flauta de Darla, su merienda, el plan de ahorro universitario... Se me humedecen los ojos. No es tristeza. Es miedo y cansancio, revestidos de rabia, que forman un revoltijo en lo más profundo de mi piel con solo echar una mirada rápida a la agenda.

Debo sacrificar algo. Este mes ha sido terrible.

El dichoso alquiler vence esta misma semana. Por lo menos no voy con atraso. La dueña es una mujer algo flexible... no del todo. A veces usa un tono pasivo-agresivo. Lo que sí no puede esperar es el préstamo del banco. No puedo darme el lujo de dejar de pagar la cuenta de electricidad de la cafetería. Ni hablar de mi auto. Ese tema me tiene harta, con H mayúscula. Se cruzaban mis apellidos con solo mención de lo que sea tenga que ver con autos. Ese mecánico se debe estar aprovechando de mi. Es desgastante.

Pagarle a Xóchitl es prioridad. No es justo que cargue con mis problemas; cumplió con su trabajo. Ella también tiene que enviar dinero a su madre en México. A Pamela menos le dejaré de pagar, está ahorrando para su carrera de diseño gráfico. Por supuesto la apoyaré por encima de todo. Y las clases de flauta de mi hija no son negociables. Es su entretenimiento. No voy a quitárselo. Es muy buena en lo que hace. Con solo ver su sonrisa después de aprender una nueva melodía, escucharla parlotear como perico, emocionada... eso me basta.

Levanto la cabeza. Cuando mis ojos se fijan en la despensa, suelto una risa, seguida de un suspiro lastimero. Se me olvida que está pidiendo a gritos que la llenen. Por lo menos mi niña regresó al jardín, así no ve esto.

¿Qué hago ahora? Estrujo el rostro con fuerza, conteniendo los gritos. No servirán de nada. Gritar como loca no va a pagar ni el aire que debo.

Alzo la libreta como si pesara centena de toneladas. Mis ojos vagan entre las cifras impares, cada una más obscena que la anterior. Ya había tachado otros gastos, por lo menos.

Los primeros años de emprenden son duros. Los ingresos parecen agua entre los dedos.

Tocan la puerta.

Cierro mi tormento de números.

Brinco, llevándome la mano al pecho al abrir. Las piernas me tiemblan solas, seguidas por latidos frenéticos que retumban en mis oídos.

Es Izan.

Trae unas bolsas grandes del supermercado, acompañado de una sonrisa suave. Entrecierro los labios, buscando algo coherente que decir. Pero las palabras… se fueron a nadar con los peces.

A mi atractivo ex. El paso del tiempo solo lo benefició físicamente. Difícil ignorarlo. Claro, pensamientos intrusivos bien guardados en mi conciencia.

—Dime a ver, Izan. ¿Tú por acá? Darla no está… —digo, haciéndome a un lado.

—Mi visita no es del todo por nuestra hija —responde, señalando las bolsas con la barbilla—. Con tu permiso…

Lo dejo pasar, algo desconcertada. Evito cualquier roce, me pego a la puerta como si pudiera fundirme con ella.

En silencio, deja las bolsas en la meseta. Me sorprendo mirando su ancha espalda. Parpadeo, molesta conmigo. Por distraerme con él.

Sale otra vez y vuelve con más bolsas. Las acomoda lo mejor que puede en mi pequeña cocina. Se gira hacia mí, su andar es lento.

—Puedes verificar que la comida esté en buen estado… y no sea congelada del 2000 —bromea, sin apartar sus ojos grises brillantes.

¿Izan? ¿Bromeando?

¿A este qué salamanquea lo mordió?

Cierro la puerta sin despegar mi mirada del padre de mi huracán. Me esfuerzo en no mirar su cuello. Antes me gustaba. ¿Todavía me gusta?

—¿Qué significa esto? ¿Darla te lo pidió? —niega con una sonrisa. Esa que solía alegrarme el día. Se acerca. Toma mi mano de imprevisto. Mis nervios se encojen, un escalofrío como un hormigueo, recorren mi brazo, aún así no me aparto, deposita un sobre blanco de bolsillo trasero, lo deja firmeza de quien entrega algo valioso.

—Ten… me haces el enorme favor de no rechazármelo —susurra.

Miro el sobre. Luego a Izan. Sin perder el tiempo, lo abro sin rodeos. Casi me atraganto con mi saliva al ver la cantidad de billetes.

—A ver, ¿qué es todo esto? Te vuelvo a preguntar.

—Comida y dinero —responde.

—Lo sé, pero esto es demasiado.

—¿Y lo malo, Dani?

—No te hagas el chistosito conmigo. Suelta tus diminutivos, llámame por mi nombre.

—No estoy siendo chistoso. Eres tú la que está a la defensiva.

Arrastra la silla con calma y se sienta, como si nada. Tal como si fuera dueño y señor.




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