Amazonas | Libro 2 | Saga Estaciones

Capítulo Diez

El tiempo fue más que agradable

El tiempo fue más que agradable. Un día de conversaciones que podrían pasar por banales, pero que no tenían ni un ápice de eso. Canek me reveló la pronunciación correcta de su nombre, la cual era Can Ek, así, por separado, no como lo estaba repitiendo en mi cabeza. La escritura era otra cosa, ya que no estaba seguro de si escribirlo con c o con k, nunca le enseñaron la forma correcta de hacerlo. Yo me quedaba con la c, me pareció que se veía mucho mejor. Se lo dije y él dijo que, en ese caso, lo escribiría de esa forma desde ahora.

También me preguntó por la forma correcta de pronunciar mi nombre. Nunca había pensado en eso, así que solo le indiqué que se decía tal como se oía, Laia. Me confesó que me lo había preguntado porque los amazonas decían mi nombre de una forma en particular, poniendo un acento en la i. Entonces tuve que aclarar que no había acentos, y si lo hubiera, en tal caso sería en la última a.

No había imaginado que hubiera tanta materia y complejidad en un nombre, pero lo hacía.

—¿Por qué los amazonas mencionarían mi nombre? —le pregunté—. Ellos no me conocen.

—Han escuchado de ti —respondió Canek después de tardarse demasiado tiempo en buscar las palabras. Eso me pareció curioso.

—¿Ustedes están al tanto de lo que ocurre en las estaciones?

—A veces —respondió.

—¿Cómo?

—Los rumores son como un virus. A veces llega algo, otras no. Así pasa cada vez.

—¿Pero cómo habrían...

—Creo que será mejor que eso te lo explique tu madre —me cortó en media pregunta. Lancé un leve suspiro, todo siempre retornaba a mi madre. ¿Cuántos secretos más me quedaban por conocer?—. ¿No tienes sueño?

Ya había pasado unas cuantas horas desde que nos trajeron nuestra última comida del día. Canek ya se había acostado, normalmente no lo hacía, pero lo había notado un poco decaído desde que descubrí que tenía fiebre. Eso fue ayer. A pesar de mis preguntas, él insistía en que no se trataba de nada.

—Creo que ya tengo sueño —mentí, porque la verdad no lo tenía. Sin embargo, no quería retenerlo si es que él tenía sueño.

—Entonces apagaré la luz —dijo. Le costó mucho levantarse. Se notaba su debilidad y eso me preocupó.

—Quizá mañana pueda encargarme yo de recibir la comida —sugerí. Él no me dio ninguna mirada antes de apagar la luz. Todo quedó a oscuras en un milisegundo. Lo escuché volver a acostarse en su camilla—. ¿Canek?

—Duerme, Laia —dijo con voz adormilada—. Para mañana estaremos a seis días de salir de aquí. Si Dios quiere.

Esa palabra llamó toda mi atención. Muchas preguntas se arremolinaron en mi mente, pero me contuve de lanzarlas. Ya habría tiempo para preguntar mañana, ese fue uno de los pensamientos que rondó por mi cabeza antes de finalmente rendirme al sueño.

Desperté con los dos toquecitos en la puerta que nos indicaban que el desayuno estaba listo para que lo recojamos. Abrí los ojos con cuidado, esperando que la luz lastimara mis ojos, pero no llegó a pasar. Todo estaba a oscuras, solo se veía la línea de luz por debajo de la puerta, nada más. Esto me daba mala espina.

—¿Canek? —lo llamé. Mi voz fue la única que rompió el silencio del ambiente. La persona que nos traía la comida volvió a tocar la puerta, dos toquecitos ligeros, pero en esta ocasión con un deje de duda en cada uno. Aparté las cobijas de mi cuerpo y me levanté como pude, sintiendo la punzada de dolor en la piel de mi costilla con cada movimiento. Mis pies calientes tocaron la fría cerámica del piso, pero seguí con mi camino hacia el interruptor de luz—. ¿Canek? —volví a preguntar una vez encendí la luz; sin embargo, él estaba con sus ojos cerrados y su pecho subía y bajaba a una velocidad que no era normal. Me acerqué rápidamente hacia él. Toqué su brazo, que sobresalía de la manta, y este estaba muy caliente. Lo llamé varias veces más, sacudiéndolo para que despertara. Sus ojos se movían en un esfuerzo por conseguir abrirse, pero no lo lograban.

—¿Todo bien allí adentro? —preguntó un hombre al otro lado de la puerta. Mi corazón ya había comenzado a martillear con fuerza ante la impotencia.

—Es Canek, no se despierta —dije con la voz lo suficientemente alta como para que me escuche. Hasta ahora notaba el brillo de su cuello por el sudor.

—¿Está respirando? —preguntó después de un rato.

—Sí, sí, sí. Pero está muy caliente.

—Vaya al gabinete más grande de la habitación. En el tercer cajón contando desde la derecha debe haber un termómetro. Póngalo en su axila y dígame cuánta temperatura tiene.

Hice lo que me dijo. Con las manos temblorosas abrí el cajón y encontré el termómetro. Lo coloqué donde me dijo.

—¿Cuánto tiempo debo esperar?

—Sonará cuando sea tiempo.

Eso fue exactamente lo que pasó. Un muy suave beep me alertó de que ya estaba hecho.




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