Al día siguiente, ya en la oficina, llamo a mi hermano Julio para comentarle lo ocurrido entre Mariana y Luna, la sobrina de Ramiro Reyes, y la decisión de migrar a Piura.
—De alguna u otra manera, los Reyes van a perjudicar a mi hija. Es mejor que haga todo lo posible por mantener a Mariana lejos de esa gente —culmino así el relato de lo ocurrido ayer.
—Aunque entiendo que irte con tu familia a Piura es lo correcto, no puedo evitar tener la sensación de que estás huyendo, y eso me molesta —lo último dicho por Julio me sorprende, ya que él no suele demostrar, mucho menos afirmar, que algo le quita la serenidad que lo caracteriza.
—No sé si el término correcto sea ese, el de huir, pero sí sé que mi hija no vive en paz al estar todo el día custodiada para evitar su rapto, y ahora, tras la amenaza de Iago Fernández, cualquier intento de lastimarla. Es mejor irnos a otro lugar donde esa gente no pueda alcanzarnos.
Después del trabajo, voy a casa de mis padres en San Isidro para comentarles la decisión que hemos tomado en familia. A mamá no le cae bien la noticia. Ella llora porque no le parece justo que tengamos que dejar nuestras vidas en Lima por el acoso de Ramiro Reyes y su familia. Aunque no logro convencerla del todo, la animo diciéndole que, cuando no soporte el frío limeño, podrá visitarnos en Piura, donde el sol brilla todo el año, para ir a disfrutar de las playas de aguas tibias y atardeceres de ensueño.
—Ya que te irás a Piura, haré unas llamadas a los Carpio. Aunque tu tío Aníbal es el primo con quien he mantenido una cercana relación porque fue el único que vino a Lima a estudiar y hacer carrera, mis demás primos son buenas personas y sé que estarán dispuestos a darte una mano para lo que necesitas —ofrece papá mientras me acompaña a la puerta de la gran casa en San Isidro.
—Gracias, papá. Fernando me ha comentado que Sandra avisará a su familia sobre el traslado de la mía a Piura, para que nos ayuden a encontrar una casa y coordinar con los colegios donde estudiarán mis hijos. Es de mucha ayuda saber que en Piura hay gente conocida a la que puedo recurrir ante cualquier inconveniente.
—Aprovecha que este año están tus hermanas, las sores, como ustedes las llaman, por esas tierras. Ellas también te pueden dejar bien recomendado —papá sonríe por el particular apodo que Fernando dio a Fiorella y Lorena, las hijas religiosas.
—Sí. Con ellas hablaré mañana. Puede ser que me puedan ayudar de manera más rápida y efectiva con todo lo que refiere a los colegios de mis hijos.
Ya en casa, Pedro se me acerca antes de dar inicio a la cena. En la cara de mi cuñado se nota que las noticias que tiene para mí no son las mejores.
—No podré ir a Piura con ustedes, Braulio. El licenciado Ortega, jefe de Recursos Humanos, me dijo que mi puesto no tiene opción de pedir cambio de localidad, ya que trabajo directamente para la sede central —comenta Pedro con tristeza en la mirada.
—¿Y qué tal si renuncias? En Piura podría conseguirte un trabajo tan bueno o mejor del que tienes —le propongo a mi cuñado.
—Dejar mi puesto en el ministerio sería tirar al agua trece años de trabajo y mi tiempo de servicio. Con doce años más, ya tengo el derecho a una jubilación vitalicia, que no es mucho, pero es algo seguro y mío. Claro que debo seguir trabajando hasta cumplir los cincuenta y cinco años para aplicar a la jubilación anticipada, pero ahí me pagarían un poquito más porque me jubilaría con más de treinta años de servicio —en la mirada de Pedro se nota la pena que siente porque no puede seguirnos hasta la ciudad del norte—. Creo que nuestra aventura, la de ser familia y vivir juntos, debe acabar, Braulio.
Estallo en carcajadas porque lo que acaba de decir Pedro me suena a que está terminando conmigo. El desconcierto en la cara de mi cuñado se deja ver, y yo le explico el motivo de mi risa.
—Verdad, soné como si te estaba cortando. ¡Qué mariconada! —y la sonrisa regresa a la cara de Pedro.
—Sí —afirmo y me quedo callado mientras pienso en lo que debo decir—. Te vamos a extrañar, tío momo —es lo único que atino a decirle.
—Lo sé —responde Pedro con aires de vanidad que hacen que vuelva a reír.
—En Piura, siempre habrá un espacio para ti en mi casa. Si nosotros no regresamos a Lima tras tu jubilación, considera ir a nuestro encuentro para retomar nuestra “vida familiar” —con los dedos hago comillas al pronunciar las últimas palabras.
—Gracias —dice Pedro nuevamente triste—. Ahora tendré que buscar un lugar donde pueda irme a vivir.
Tras lo que Pedro acaba de mencionar, me doy cuenta que su tristeza también radica en que, al irnos, él se quedará solo en Lima, ya que no es una posibilidad el regresar a vivir junto a su madre en la pequeña casa amarilla del pasaje Ostolaza.
—No te preocupes, Pedro, le preguntaré a mi padre si puedes quedarte a vivir con ellos, aunque puedes seguir viviendo en esta casa. No pienso alquilar ni vendar esta propiedad. Este espacio lo construí con mucho amor e ilusión para mi familia, y no quiero que cualquiera, que no conozca, lo habite.
—Aunque ya me acostumbré a vivir en una casa tan grande, es demasiado para mí solo. Quien te dice que hasta termino perdiéndome en ella y no sea capaz de salir nunca más al no dar con la ruta de salida —Pedro y su humor inocente. Lo voy a extrañar.
Editado: 15.09.2025