Al día siguiente.
Volví a casa caminando, con el viento despeinándome y un par de lágrimas escapándose sin permiso. No eran de tristeza, no del todo. Eran ese tipo de lágrimas que uno derrama cuando el corazón se siente satisfecho, cuando sabe que ha dado un paso hacia adelante.
El artículo había salido bien. Lucía, mi redactora jefe, me felicitó en privado y prometió que habría más encargos si seguía en esa línea. Lo dijo con una sonrisa sincera, de esas que se clavan en el alma porque significan algo más que un cumplido. Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien creía en mí como profesional, sin necesidad de justificarme o demostrar quién fui en el pasado.
—Sabía que lo tenías, Emma —me dijo mientras recogía su abrigo—. Solo necesitabas el espacio para volver a confiar en ti.
Esa noche, al llegar a casa, encendí una vela aromática y me serví una copa de vino barato. Charlie había cerrado la cafetería antes de lo habitual, y me regaló una sonrisa cómplice, como si supiera que algo bueno me había pasado.
—Tienes otra mirada —me dijo, cruzándose de brazos detrás del mostrador—. De esas que se notan cuando una mujer empieza a reencontrarse consigo misma.
—¿Y tú cómo sabes de eso?
—Porque he visto muchas miradas rotas y vacías … y la tuya ya no lo está.
Charlie era así. A veces sus palabras me sorprendían más que cualquier titular que hubiera redactado. Tenía una forma de ver a las personas como si fueran libros abiertos, y eso me hacía sentir en confianza. Pero también ponía límites, al menos en mi cabeza. Era mi jefe, mi amigo, mi apoyo. Nada más.
Después de la cena ligera y el brindis conmigo misma, me senté frente al portátil. Mis dedos se movieron con una agilidad que hacía tiempo no sentía. No escribía para nadie. Escribía para mí.
Conté mi historia en un borrador sin título. Desde Nueva York hasta Texas. Desde el abandono hasta la lucha.. Desde el amor perdido hasta el redescubrimiento personal de mi misma l. No sabía si algún día lo publicaría, pero por primera vez no tenía miedo de mirar atrás. Había aprendido a hacerlo sin llorar.
Fue entonces cuando sonó el teléfono. No un mensaje. Una llamada. El nombre en pantalla hizo que se me helara la sangre.Cole.
Dudé. Tres tonos. Cuatro. Deslicé el dedo y contesté.
—¿Emma?
—Sí… soy yo.
—Necesito verte.
Tragué saliva.
—¿Ha pasado algo?
—Sí. Y no. Es complicado —hizo una pausa—. Estoy afuera.
—¿Afuera?
Corrí hacia la ventana. Ahí estaba su camioneta parada frente a mi casa. Sentí rabia y nervios que me recorrieron todo el cuerpo. No sabía si abrirle la puerta o cerrar las cortinas y apagar las luces.
Pero lo hice. Le abrí.
Cole estaba allí, con la chaqueta oscura, los ojos con ojeras y una expresión muy extraña en su cara.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
—Quería verte. No sé por qué exactamente… Tal vez porque desde que regresaste, no dejo de pensar en ti. En nosotros.
Mis ojos se humedecieron, pero me mantuve firme. No quería demostrarle flaqueza.
—Han pasado muchas cosas, Cole. Ya no somos los mismos.
—Lo sé. Pero quiero entender qué queda de aquello. Si aún hay algo. De lo que vivimos juntos en Canadá.
Suspiré. No tenía respuestas. Solo un mar de emociones arremolinándose en mi cabeza. Y aún así, lo dejé pasar. Le ofrecí una taza de café, y nos sentamos en el sofá como dos viejos conocidos que ya no saben cómo empezar una conversación, pero no pueden evitar intentarlo.
Hablamos hasta tarde. De él, de su madre, de sus caballos, el rancho. De mi trabajo. De cómo ambos habíamos cambiado. Fue la conversación más sincera que tuvimos desde aquel adiós doloroso. Pero también fue confusa. Porque muchas preguntas, quedaron nuevamente sin respuesta.
Al final, cuando se fue, me dejó una mirada intensa, y una promesa.
"No volveré a desaparecer."
Y aunque aún no sabía si estaba lista para dejarle entrar de nuevo, algo dentro de mí comenzó a desmoronarse. Tal vez el corazón no olvida del todo. Tal vez... solo se toma un tiempo.
Regrese a mi escritorio nuevamente.
Me quedé un momento contemplando el cursor parpadeando al final del artículo. Había algo especial en esas últimas líneas. No era solo un cierre, era una declaración en palabras escritas de quién soy ahora. No Emma la que fue abandonada, ni la que huyó a Canadá con el corazón roto, ni siquiera la que se refugió tras una sonrisa trabajando en la cafetería. Era yo, desnuda en palabras, asumiendo cada caída como parte del viaje.
Guardé el archivo y me recosté en la silla. A través de la ventana, el cielo de Texas comenzaba a teñirse de ese azul profundo que solo aparece antes del anochecer. Suspiré. No por tristeza, sino por esa sensación nueva de estar caminando hacia algo distinto, algo que aún no tenía forma, pero que ya no me daba miedo.
Justo en ese instante, sonó una notificación. Era Lucía.
Lo he leído. Necesito hablar contigo. ¿ Puedes venir un momento a la redacción?
Sentí un pequeño nudo en el estómago, como cuando esperas una nota importante en el colegio. Me arreglé deprisa, recogí mis cosas y salí, con el corazón latiendo un poco más rápido de lo normal.
Al llegar, Lucía me recibió con una taza de té caliente.
—Emma… —empezó, dejando la taza sobre su escritorio—. Este artículo no solo está bien escrito. Es honesto, es valiente, y está lleno de esa chispa que muchas han perdido. Hablas como quien lo ha vivido de verdad. ¿Sabes lo valioso que es eso?
Me encogí de hombros, algo abrumada.
—Solo escribí lo que sentía. Y en realidad lo que he vivido personalmente.
—Y eso es lo que hace falta —dijo, con firmeza—. Autenticidad. Me alegra que estés aquí. Creo que es el comienzo de algo muy bueno para ti.
En ese momento, sentí que todas las piezas comenzaban a encajar.
Por fin, mi vida parecía tomar el rumbo correcto.
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suspense, amor inesperado del destino, decisiones difíciles.
Editado: 19.05.2025