Amor y guerra

Capítulo 2. Cóctel.

Llegó la muerte un día y arrasó con todo, todo, todo, todo un vendaval, y fue un fuerte vendaval.

Fito Páez

 

CAPÍTULO 2.

Cóctel.

 

(Escrito por AngeldeGrasia)

 

Aquel senil hombre yacía agotado, cansado, ya totalmente destrozado por dentro. Recordaba el sinfín de veces que ahogó su sufrimiento en el líquido ardiente y embriagante del wisky; sí, había creído que estaba preparado, que verdaderamente estaba listo para dejar ir a su tan preciada amada, pero eso ciertamente no podía estar más lejos de la realidad.

Ese hombre, Robert Zaragoza, sufría la pérdida de su amada.

—Otro ¡Otro! —tragó, tenso.

Niños, sus voces clamantes lo zafaron del trance doloroso en el que estaba sumido; su mirada castaña a ellos dirigió; su rostro, una falsa y forzada sonrisa presentó ante los infantes.

Y por un segundo de su amarga realidad bebió: siempre expresivo, el siempre carismático y animado Robert, ¿en dónde estaba ese hombre ahora? Sólo estaba un maniquí vacío lleno de tremebunda melancolía, casi obligado a sonreír por hilos invisibles de esperanza, esperanza de algún día volver a ver a su amada flor, Elizabeth.

—Tu nombre, pequeña.

Dobló la mitad de su cuerpo hacia delante para estar a la altura de la infante, de muchos que acompañados de sus padres tenían sus miradas embelesadas frente y fijas a él. Ella optó por sonreír, hoyuelos se formaron en su rostro antes de responder.

Perfectamente consciente había sido Robert al pasar los años, de que su amada en su vida ya tenía a un hombre; y ambos lo sabían, no era lo más correcto, pero el sentimiento entre ambos fue lo suficiente para romper aquel tabú, para dar píe a una larga, sin cuestionamientos y prohibida relación.

—Aquí tienes, pequeña —dio entrega de una figura animal formada en un globo rojo.

Su desprovisto cambio de ánimo con obviedad la atención de sus amigos y colegas había despertado; dichas palabras les habían sido planteadas un día —Robert. Tómate tu tiempo— lo negó rotundamente, no era un decrépito anciano al que tenerle pena. Aunque orgulloso no estaba consigo de cada noche ir al bar más cercano y ahogarse en licor, siempre un hombre recto, cayendo en tan bajo vicio.

—Gracias —la niña tras agradecerle, a sus padres siguió y perdió entre la multitudinaria cantidad de personas que Tycoon Rollercoaster Park visitaban.

Robert Zaragoza vestía su usual apariencia caricaturesca; una desgarbada peluca de diversos colores llamativos, el ligero maquillaje que lo hacía lucir divertido y alegre, por último, aquella vestimenta roja punteada en círculos de diversos tonos: un representativo payaso clown. Su pasión era aquella, llenar de risas a los niños, y los años, sus sesenta y siete años no fueron en lo mínimo un obstáculo para eso.

—¿Quién sigue? —sonrió, elevó su mano izquierda de donde cargaba más de esos largos globos aun sin aire.

Su preciada Elizabeth. Cuando hace tantos años atrás había creído que su vida ya estaba en la total mercería, ella apareció en la misma como una angelical esperanza; esa bella mujer de pulcro hermoso rostro.

El lugar estaba atestado de personas, tanto como familias y personas que en soledad o pareja admiraban el lugar; sus juegos, sus atracciones las que en la mayoría tenían largas filas para ingresar a las mismas; a pocos metros de Robert ahí rotaba el carrusel atestado de niños que montándose a los caballitos disfrutaban las vueltas antes de que llegara el turno de los demás infantes.

Varios minutos transcurrieron, y Robert Zaragoza realizó su trabajo con el mejor esfuerzo que pudo.

El firmamento aún se mantenía celeste por la mañana, el lugar igual de vigoroso y activo seguía como si apenas se hubieran abierto las puertas del parque de atracciones.

Robert continuó, fatigado, haciendo lo que mejor sabía hacer: y entre el alboroto de personas, niños llegaban con sus padres que a veces eran obligados por los ruegos de los pequeños.

Un niño pequeño le regaló una sonrisa luego de que Robert en él, lo lograra.

Su mirada alzó para su rutina seguir, cuando perplejo, vio a un hombre mayor de mirada imponente y muy bien conservado ante él quedar inmutable. Movió las comisuras de sus labios para acentuar la siguiente frase:




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