El tránsito vehicular en la calzada era lento y escaso, de haberlo querido quizás hubiera podido contar la cantidad de autos que circularon mientras estuve ahí.Mis pensamientos estaban desordenados, quizás peleando con los recuerdos, uniendo fuerzas con lo que mi imaginación creaba.
La realidad es que simplemente me encontraba sentado en la única banquita de concreto existente en esa pequeña explanada ubicada frente a aquel panteón. Eran las cuatro y diez de la tarde, llevaba ahí más de dos horas. La gente que entraba y salía de aquella estación de metro que estaba justo debajo de mi me miraba con cierto recelo, la tarde era calurosa y yo, a pleno rayo del sol con una chamarra puesta, esa chamarra que ella me había regalado un año atrás.
Mientras trataba de ignorar las miradas que comenzaban a incomodarme, recordé los momentos que viví a su lado; aquellas veces que nos vimos justo frente al sitio en el que me encontraba. Recordé su voz, su piel, su olor, su sonrisa y su mirada. Me estaba sumergiendo cada vez más en mis recuerdos cuando el sonido de un claxon me detuvo por un momento, busqué con la mirada el lugar de donde provenía y entonces la vi. Descendía lentamente del auto. Me miró, y con un gesto con su mano me indico que me acercara a ella. Fui hacia ella casi corriendo y sin decirle nada la abracé.
Subí al auto y mientras ella conducía sin rumbo fijo conversábamos sobre el pasado, sobre lo bonito que fue nuestra relación, sobre lo que no fue y también sobre lo que pudo ser. Recordamos aquellas conversaciones telefónicas en las que cada quien desde su ventana contemplaba la luna mientras deseaba estar al lado del otro.
— ¿Por qué me mentiste? ¿Por qué terminaste con todo? — reclamó casi llorando.
—¡Por idiota! — respondí avergonzado.
Se hizo un silencio sepulcral entre nosotros, y a pesar de que yo quería decirle tantas cosas me mantuve callado. Moría por decirle lo mucho que le he extrañado, lo mucho que me hace falta, pero no tuve valor para hacerlo.
— ¿A qué has venido? —. Preguntó mientras estacionaba el auto.
—¡Solo vine por un abrazo! — Respondí.
— Si siempre cumples lo que prometes entonces, ¿Por qué me mentiste si habías prometido no hacerlo? —
— Por miedo, miedo a perderte. Aunque al final de cuentas termine perdiéndote. —
Ambos bajamos del auto y nos fundimos en un abrazo tan largo pero que nos pareció tan corto e insuficiente. Sabiendo que era el último ninguno de los dos quiso que ese abrazo terminara.
— ¿Es un adiós verdad? — Pregunte al borde del llanto.
— ¡Sí!, y es para siempre. — Respondió entre lágrimas.
Subió al auto y se marchó.
Mientras tanto yo abrí los ojos, me levante de aquella banquita y me quite la chamarra doblándola cuidadosamente. La coloqué lentamente sobre la banquita y me aleje del lugar.
Recorrí 118 kilómetros para venir a despedirme de alguien que ni siquiera llegó y que ni siquiera sabía que vendría, y de haberlo hecho quizá no se hubiera presentado. Y así, de esta peculiar forma cerré este capítulo de mi vida, quizás el más luminoso de todos puesto que su protagonista fue una galaxia. Me quedo con la seguridad de que en algún momento de su vida mirará la luna quizá por error a través de su ventana, la encontrará iluminando su noche y recordará que esa luna es suya pues yo se la regalé, y sonreirá sabiendo que a 118 kilómetros de distancia yo estaré mirándola también.