Ángel de sangre

Capítulo 1. Recuerda que eres mortal

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Recuerda que eres mortal

 

Levi ya no conseguía recordar con precisión el momento en que comenzó a sobrecogerse ante la luz, ¿desde cuándo lo hacía? Tal vez a partir del mismo instante en que aceptó que la oscuridad sería su eterna compañera.

Levi se abrazaba a sí mismo, escondiéndose entre las paredes en un vano intento por huir del frío que se colaba por los barrotes de su diminuta ventana. Temía el momento en que las puertas se abrieran y de ellas entrara lo que aprendió a odiar con el tiempo. Las sombras que bailaban en la abrumadora oscuridad cuando ésta recibía un poco de iluminación lo atormentarían para siempre. Porque al final, era lo único que tenía.

Hace mucho, un chico habría estado a su lado, brindándole todo el apoyo que necesitara solo con una leve sonrisa y unas cuantas palabras que pronunciaba con dificultad, pero que no conseguían borrar el hecho de que el chico estaba para él siempre que era necesario. Hace mucho, Levi habría luchado por cambiar su situación de alguna forma, se hubiera molestado en girar su rostro mientras sujetaban sus brazos con correas como si de un animal se tratara y se habría levantado del suelo después de que lo arrojaran como un objeto desechable en la celda.

Hace mucho, Levi sentía algo más que no fuera el terrible deseo de abandonarse a los brazos de la muerte.

La luz cegadora se hizo presente como un destello y la desorientación que le provocó, facilitó el trabajo de los guardias para sacarlo de la, irónicamente, pequeña protección que le ofrecía la desgastada celda.

Lo subieron a una camilla con los barrotes oxidados y sin nada que protegiera la espalda de Levi contra el terrible frío del metal. Le sujetaron las manos con esas correas de cuero que ardían contra la delicada piel de su muñeca y lo amordazaron con una tela de extraña resistencia.

Al haber experimentado distintas resistencias e interrupciones de parte del joven, ahora tomaban todas las medidas posibles para evitar incluso la más pequeña molestia.

Esa era la última vez que Levi cruzaría ese pasillo para que recibiera otra sesión de tortura. Si algo no salía bien con cualquiera de las cosas que los científicos intentaran hacer, ya no habría más dolor o miedo para Levi. Sin importar la manera en que terminaran las cosas, ya no quedaría nada en absoluto. De eso estaba seguro.

Podía sentir cómo las paredes y puertas que escondían a más personas como él pasaban por su lado tan rápido como lo haría un destello. Apretó los dientes ante el familiar cambio de nivel del suelo hizo saltar su cuerpo y sujetó mejor la jeringa que tenía escondida entre los pliegues de la bata blanca, su largo flequillo castaño le cubrió gran parte de los ojos en el momento en que resopló por el leve dolor.

El objeto contenía morfina, que tomó de un hombre que la dejó olvidada en el suelo y era una dosis suficiente para acabar con su vida antes de que los doctores consiguieran algo de él.

El terror comenzó a inundarlo a medida que se acercaban más hacia la habitación en donde se llevaban a cabo los experimentos.

Por supuesto, no pudo evitar sorprenderse al ser recibido por el líder, a quien solo había visto un par de veces. No podía vislumbrar más allá del rabillo del ojo. La orden que espetó a los guardias resulto ser aún más confusa.

—Bájenlo de ahí, lo necesito en el suelo.

Los hombres obedecieron de inmediato y se apresuraron a soltarlo de sus ataduras antes de arrojarlo al suelo con un golpe seco. Emitió un quejido entre dientes y, antes de que pudiera levantarse, el hombre que conocía como el doctor Kleisth, inyectó algo en su cuello sin contemplaciones.

El dolor que comenzó a correr por sus venas fue aun peor que cualquier castigo recibido durante los años dentro de esa instalación.

Primero pensó que tal vez el doctor Kleisth por fin habría de brindarle su único escape de ese infierno en el momento en que tocó el piso, pero cayó en cuenta de que eso no era como debería ser la muerte.

Según lo que sabía de la muerte, el sufrimiento debía terminar tan solo un poco después de que inicia; que la visión frente a él, desaparecía poco a poco; que dejaba de sentir cualquier cosa por completo. El desesperante anhelo que sentía por un descanso eterno era el único deseo que alguna vez pudiera haber tenido.

Pero nada de lo que sucedía se acercaba a eso en absoluto.

Sentía con claridad cómo el líquido corría dentro de su cuerpo y quemaba cada parte de éste reduciéndolo a nada. Rasguñó su propio cuello con desesperación, intentaba sacarlo de ahí. Le suplicaba al hombre rubio que terminara con el insoportable sufrimiento al que era sometido sin ninguna clase de compasión.




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