Volví a verla una semana después de camino a la residencia. O más bien en la residencia. Estaba parada en la puerta de la entrada con unos jeans abultados y los rizos sujetos encima de la cabeza. Volví a quedarme sin aire.
—Creo que deberíamos tocar —dijo a punto de llamar al timbre y con la cabeza hacia una chica joven de cabello rubio y un piercing en la nariz que era tan pequeña que se perdía detrás de la figura de Angela.
—¿Y qué vamos a decir? —preguntó la rubia nerviosa.
—¿Hola?¿Estamos buscando a mi abuela? —ironizó Angela y cruzó los brazos sobre el pecho y mirándola—. Me parece bastante sencillo.
—¿Y si no nos creen?
—Estás diciendo la verdad así que… —Se detuvo, la chica rubia dudó mirando algo en su mano, su celular. —Oye, no puedes traerme engañada a estafas, no voy a secuestrar a nadie…
La rubia la miró con reproche.
—Yo te ayude con el gato.
—Es un gato, Anabella, un animal sin hogar. Los abuelos si tienen familiares que pueden denunciarnos.
—No es justo, yo te ayude —recriminó la rubia a los gritos y luego puso cara seria—. Además, no todos los ancianos son abuelos.
Angela hizo una mueca y asintió.
—Lo sé, me disculpo, pero de todas formas no lo haré.
—No es un secuestro. Solo quiero hablar con ella…
Miré alrededor en busca de una entrada que no fuera esa. Sabía que no la había, que hasta el personal de limpieza entraba por allí porque era una casa antigua en un barrio que antes fue seguro y no tuve necesidad de una segunda salida. Busqué en el bolso alguna excusa y pensé en ir a dar una vuelta y volver cuando ella no estuvieran, pero los diez minutos que tenía de ventaja se estaban yendo y la idea de faltar por un día quedaba descartada.
Así que me acerque colocándome los auriculares y fingiendo que las ignoraba.
Saqué las llaves del bolso para entrar lo más rápido posible y pude sentir como la mano me temblaba mientras los metros se hacian cada vez menos. Sentí una punzada en el estómago, miré a Angela de espaldas a mí, el suelo y luego el celular con los mensajes de Bautista diciendo que no molestaría más. Estaba enojado. La punzada se hizo peor.
Sujeté la reja, metí llave y comencé a girarla cuando de repente oí la voz de la rubia a mi lado y sentí su mano en mi hombro.
—Hola, disculpa— dijo cuando giré la cabeza—. ¿Puedes ayudarnos?
Me tensé por los nervios y comencé a buscar la manera de huir.
—Dejala, no puede ayudarnos—dijo Angela apareciendo detrás.
—¿Cómo no? Trabaja aquí —señaló la rubia con demasiada energía y amabilidad—. Hola ¿qué tal? Soy Anabella. ¿Conoces a la señora Coco Buenas? Me dijo que estaba por aquí y necesito hablar con ella.
Me volteé con el estómago doliendo y miré a Angela observarme con los labios apretados. No hablaba, parecía molesta.
Miré a la chica rubia y me aclaré la garganta pensando.
—¿Ustedes son parientes?
—No —dijo la rubia.
—Si —dijo Angela y supe al instante que era una mentira. Antes, ella tenía una sola abuela y no era la señora Buenas sino una anciana recluida en su lujosa casa en la playa.
La miré alzando el mentón.
—Muestrame tu documento.
Negó con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Dile que se asomé, solo será un segundo.
—No puedo…
—Si puedes —insistió y la amargura por el dolor de estómago me hizo romper con la indiferencia.
—Angela, las cosas no se hacen como tú quieres…
—¡Tina! —Llamó alguien a mis espaldas y di un respingo por la tensión. La señora Buenas estaba parada en la entrada de la residencia con una sonrisa de oreja a oreja—. Al fin mis nietas me vinieron a visitar —exclamó con más felicidad de la que vi nunca en su rostro—, ¿no te molestará que pasen unos minutos o si?
Dude mirando las llaves en la reja y dejé caer los hombros.
—No, está bien —dije con amargura. Abrí la puerta de acero que llevaba hacia las escaleras y me aparté—. Pasen, por favor.
—Gracias —dijo la rubia saltando escalón por escalón hasta llegar a la anciana que la recibió en brazos, pero Ángela apenas me miró cuando pasó por mi lado y solo se detuvo un momento junto a la anciana para darle un beso en la mejilla, abrazarla y entrar.
. . .
Intenté concentrarme en mi trabajo mirando la hora una y otra vez. Cada tanto inclinaba la cabeza hacia el salón para intentar saber por qué Ángela estaba allí pero por mucho que lo intentara no podía escuchar nada ni ver nada.
Habían pasado dos horas desde que llegaron y se sentaron a tomar café con tranquilidad en el único lugar de la residencia donde se permitían visitas vigiladas. Cada tanto oía risas, me parecía que eran ellas, pero luego confundía todo y comenzaba a pensar que quizás era producto de mi imaginación. Me estaba volviendo loca.
Saqué el paquete de caramelos de adentro del cajón y vi de reojo el celular sin ninguna notificación. Bautista se había rendido al fin y comenzaba a cumplir con su palabra. Lo cerré, busqué en la pantalla el cronograma de horarios de los pacientes que tenían visitas del médico. Uno de ellos era Don Jose, un hombre calvo que siempre usaba boina gris que se movía en sillas de ruedas desde el accidente en su operación de cadera, odiaba los días de lluvia porque le dolía pero también odiaba los días de sol por lo que ese día tampoco sería amable.
Dejé el paquete a medio comer a un lado y levanté el teléfono junto a la computadora para consultar por el médico que llegaría en una hora según su asistente. Revisé que nadie más necesitara consulta con ese médico y caminé hacia la cuidadora más cercana.
—¿Puedes avisarle tú? —preguntó sosteniendo una bandeja con medicamentos etiquetados para Ester.
Dude mirando en dirección al salón y asentí tomando el turno escrito en papel y firmado por el médico para mostrar.