Cuando los últimos invitados se marcharon, sus risas y murmullos desvaneciéndose en la distancia como un eco lejano, la casona de Belgrano se sumió en un silencio profundo, casi sagrado.
El rastro de copas vacías, serpentinas rotas y pétalos de rosa marchitos esparcidos por el suelo era un testimonio melancólico de una felicidad que acababa de pasar, una celebración que ya era solo un recuerdo.
El aire, antes vibrante de música y conversación, se sentía ahora denso, pesado, cargado no solo con el aroma residual de flores y perfumes, sino también con el peso intangible de los secretos y las promesas no dichas.
Solo el murmullo constante de la ciudad que nunca duerme se filtraba por los ventanales cerrados, una sinfonía monótona que acompañaba el ocasional crujido de la madera antigua de la mansión, que parecía suspirar bajo el peso de su historia y las intrigas que albergaba entre sus muros centenarios.
Micaela, con una elegancia sombría que contrastaba cruelmente con su inmaculado vestido de novia de seda perla, se dirigió a la cocina. Sus pasos eran casi imperceptibles, silenciosos, felinos, como los de un depredador que se mueve con una gracia letal hacia su presa indefensa, sin levantar la más mínima sospecha.
Su corazón, frío y calculado, no sentía la fatiga de la larga noche; solo la adrenalina de la victoria inminente lo mantenía en vilo, una anticipación gélida que le quemaba las venas.
Emiliano, agotado por la intensidad de un día que había creído el más feliz de su vida, pero exultante de una felicidad tan profunda como ciega, la siguió.
Su corazón, por fin ligero, y su mente, ajena a la oscuridad que lo esperaba, a la trampa meticulosa que se cerraba inexorablemente a su alrededor con cada paso que daba hacia su destino.
—Ha sido una noche increíble, Micaela —dijo Emiliano, sus palabras vibraban con una sinceridad tan conmovedora que a ella, por un microsegundo, le rozó el alma. La abrazó por la espalda, su aliento cálido en su nuca, y depositó un beso suave en su cuello, un gesto de intimidad y gratitud profunda que a ella le revolvió el estómago con una mezcla de asco y triunfo. Había una inocencia casi dolorosa en su toque, una confianza que a ella le parecía asombrosa—. Gracias por todo. Por esta felicidad que no creí posible después de tanto dolor y tanta pérdida. Por este nuevo comienzo que me has dado. Eres todo lo que necesito, mi amor, mi refugio, mi mundo entero, el faro que me guía.
Micaela se giró en sus brazos, su cuerpo respondiendo con una naturalidad ensayada que habría engañado a cualquiera. Su sonrisa, ahora más íntima, más seductora, fue diseñada para envolverlo por completo en su dulce engaño, una red de mentiras tejida con hilos de seda y promesas vacías. Sin embargo, un matiz de frialdad la seguía habitando, una chispa gélida en lo profundo de sus ojos negros que solo ella podía sentir, un recordatorio constante de su propósito inquebrantable, la promesa de venganza que había jurado a los suyos.
—Ha sido perfecta, mi amor. Inolvidable. La mejor noche de mi vida, sin duda alguna. Pero estoy agotada. Mi cuerpo me pide un merecido descanso. ¿Te apetece algo ligero para cenar? Pensé en algo especial, algo que te gustara mucho. Para celebrar nuestra unión, solo nosotros dos, en la quietud y la privacidad de nuestro hogar, lejos de todas las miradas.
Emiliano asintió, sus ojos apenas abiertos por el cansancio acumulado, pero brillando con una luz de paz que lo envolvía por completo. Su mente ya volaba hacia la promesa de una cama cómoda y un sueño reparador, un merecido descanso después de tanta emoción y tensión acumulada.
—Lo que quieras, mi amor. Confío plenamente en ti. Ciega y completamente. Todo lo que hagas estará bien. Eres la mujer de mi vida, mi salvación, la respuesta a todas mis oraciones. No pido más que estar a tu lado.
Y esas últimas palabras, pronunciadas con tal inocencia, con tal entrega ciega y absoluta, fueron el veneno más potente, la daga más afilada en el arsenal de Micaela.
Las palabras de Emiliano resonaron en su mente como un juramento macabro, un eco de la victoria inminente que la llenaba de un éxtasis cruel.
Él había caído, completa e irremediablemente, en su trampa. Su candidez era su perdición, un abismo del que no saldría jamás, su amor, su propia condena.
En la noche de bodas, la culminación de años de planeación meticulosa, de paciencia fría y calculada, de rencor cultivado en secreto como una flor venenosa que crece en la oscuridad y se nutre del dolor, Micaela se preparó para ejecutar su plan final.
Cada movimiento era una coreografía mortal, un ritual silencioso y solemne que había ensayado mil veces en su mente, hasta la perfección. Entró a la cocina de la casona, un santuario moderno con relucientes encimeras de mármol de Carrara y electrodomésticos de acero inoxidable de última generación, el escenario perfecto para su acto final, un altar para la venganza que no vería la luz del día, sino la penumbra cómplice de la noche.
No encendió todas las luces, dejando la estancia en una penumbra íntima, solo iluminada por la luz tenue y amarillenta de la campana extractora y el brillo azulado del refrigerador, creando sombras danzantes que ocultaban su propósito, su verdadera y siniestra identidad.
El ambiente era de una extraña serenidad, un contraste aterrador con la tormenta que estaba a punto de desatar, una calma tensa y antinatural que siempre precede al desastre, un preludio a la muerte inminente.
Se movía con una precisión casi quirúrgica, cada paso medido, cada gesto premeditado, como si estuviera realizando una compleja operación donde no se permitía un solo error, una distracción minúscula.
Sacó del refrigerador los ingredientes de un plato que Emiliano había mencionado casualmente que le gustaba, un detalle aparentemente insignificante que ella había almacenado con la precisión de un halcón: albóndigas caseras con salsa de tomate, una comida sencilla y reconfortante, un platillo que evocaba el calor del hogar y la nostalgia de la niñez, la comida de su propia madre.
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Editado: 10.07.2025