Anhelo eterno

25

La noticia de la muerte de Emiliano García no llegó a Gabriel Ferraioli como un simple informe. Fue un eco distante de un disparo resonando en el vasto desierto de su alma, una vibración casi imperceptible en la profunda reclusión de su mansión.

Micaela lo llamó, su voz una melodía gélida al otro lado de la línea, desprovista de cualquier matiz que no fuera la fría, cortante satisfacción del deber cumplido, el triunfo final.

—Está hecho, padre. Emiliano García ha muerto. Un ataque al corazón, según los informes —dijo Micaela, las palabras casi un susurro triunfal que, para Gabriel, sonaron como el golpeteo final de un martillo sobre un clavo en un ataúd.

Gabriel escuchó en silencio, su mano aferrada al auricular del teléfono con una fuerza que blanqueaba sus nudillos.

La llamada terminó, y él se quedó inmóvil en su sillón de cuero, con la mirada perdida en la inmensidad de su biblioteca privada.

El sol de la tarde filtraba por los ventanales, iluminando el polvo suspendido en el aire, partículas danzantes que le parecieron un reflejo de su propia existencia fragmentada, una danza de motas sin sentido.

Durante décadas, la vida de Gabriel Ferraioli había estado definida, moldeada, consumida por una única obsesión: la destrucción de Emiliano García.

Desde el momento en que sintió que Emiliano le había arrebatado todo —su imperio, su legado, el respeto, la lealtad de aquellos a quienes consideraba suyos, incluso la vida de su propia hija, Lluvia, en un retorcido ciclo de eventos—, Gabriel había alimentado una sed de venganza que lo quemaba desde adentro, una llama fría que lo mantenía vivo, un propósito feroz.

Cada movimiento, cada estrategia maquiavélica, cada sacrificio, incluida la manipulación cruel de su propia sangre, de su hija Micaela, había sido un peldaño brutal en la escalera hacia este momento.

Pero ahora que había llegado, que la cima había sido alcanzada, no había euforia. No había el éxtasis que había anhelado durante noches incontables.

Lejos de sentir victoria, experimentó un vacío inmenso, helado, un abismo insondable que amenazaba con devorarlo.

La adrenalina que lo había impulsado durante tantos años, esa droga adictiva de la venganza, se había disipado de repente, dejándolo con una sensación de desorientación abrumadora, una caída libre en la nada.

El suelo bajo sus pies había desaparecido.

Se levantó con una lentitud de anciano, sus pasos pesados, como si cada movimiento fuera un esfuerzo titánico.

Se acercó a un gran mapa mural que cubría una de las paredes de su estudio. En él, había marcado con alfileres y notas, con tinta roja y negra, cada movimiento de Emiliano, cada victoria y cada fracaso, una cartografía obsesiva de su némesis.

El alfiler que representaba a Emiliano García, antes un punto rojo vibrante, palpitante con vida, ahora parecía desdibujarse, encogerse, hasta desaparecer en el vasto mapa.

—Muerto —murmuró Gabriel, la palabra sonando hueca, sin vida, en el silencio opresivo de la habitación. Era un final, sí, pero no el final que había imaginado en sus sueños más oscuros.

No hubo confrontación cara a cara, no hubo la humillación pública que había anhelado con cada fibra de su ser, la caída del tirano ante el mundo.

Emiliano había muerto engañado, en la intimidad de una suite de luna de miel, lejos de las miradas que Gabriel deseaba que lo vieran caer en la ignominia.

Su guerra había terminado de una forma inesperada, dejándolo sin el enemigo que lo consumía, que le daba propósito, que era su razón de ser.

Emiliano ya no era el objetivo, la figura contra la cual se definía, el adversario que lo mantenía en pie.

Ahora era solo un cadáver más, una cuenta saldada, sí, pero sin el éxtasis violento que debería acompañar a una victoria tan ardua, tan brutalmente ganada.

La venganza, una vez alcanzada, se sentía como una copa vacía, una sed insatisfecha.

Un amargo sabor, como a cenizas, llenó su boca.

Se dio cuenta, con una punzada de dolor inesperado, que su identidad se había forjado por completo en torno a la lucha contra Emiliano.

Sin él, ¿quién era Gabriel Ferraioli? El Titiritero sin sus marionetas más importantes, el estratega sin un adversario digno, un dios sin fieles.

No había un verdadero cierre, solo una puerta que se cerraba de golpe con un estruendo sordo, dejando un eco vacío de lo que había sido, de la vida que había consumido en su obsesión.

La satisfacción era efímera, un fantasma. El vacío, eterno, inquebrantable.

La mente de Gabriel, siempre activa, siempre buscando, comenzó a buscar un nuevo propósito, un nuevo enemigo, una nueva batalla que llenara el abismo que se había abierto en su alma.

Pero en lo más profundo de su ser, una voz fría y cruel, como la de su propia hija, susurraba que ninguna victoria futura podría llenar el hueco desolador que Emiliano, su némesis, su razón de ser, había dejado al desaparecer de su tablero de juego.

La venganza había sido su alimento, la fuerza que lo impulsaba, y ahora que la había consumido por completo, solo quedaba un hambre insaciable, un vacío que ninguna victoria podría saciar.

A miles de kilómetros, en la casa de Raquel y Lucía, el teléfono sonó de madrugada, cortando el silencio de la noche. Raquel se despertó sobresaltada, un mal presentimiento instalándose en su pecho. Lucía, a su lado, también se despabiló.

Raquel descolgó con la voz pastosa.

—Hola... ¿Sí?

La voz al otro lado era la de Micaela. Serena, casi etérea.

—Raquel, soy Micaela. Lamento mucho molestarte a esta hora, pero tengo una terrible noticia.

El corazón de Raquel dio un vuelco. Se sentó bruscamente en la cama, y Lucía la miró con preocupación creciente.

—¿Qué pasa, Micaela? ¿Está todo bien? ¿Emiliano? —preguntó Raquel, la voz temblorosa, casi ahogada.

—No, Raquel. Nada está bien —dijo Micaela, y a pesar de la distancia, Raquel pudo sentir la frialdad que irradiaban esas palabras—. Emiliano... Emiliano García ha fallecido. Anoche. Un infarto fulminante.




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