Antes de ella ©

Capítulo 03: Buenas noches, Carlee.

***

—¿Qué? —cuestionó, apartando su palma de mi mejilla.

Una impropia sensación de vacío cruzó dentro de mí al ver que volvíamos a establecer distancia. Se incorporó y me extendió la mano para ayudar a elevarme. En una fracción de segundo la tomé y me alcé sobre mis pies, siendo presa de una aguda vergüenza. Caleb se mantuvo observándome durante lo que me pareció una eternidad.

—Pensé que no vendrías —solté, buscando aligerar la tensión—. De hecho, estaba a punto de irme.

En lugar de contestarme le ordenó al conserje que se retirase, a lo que el hombre no consiguió más que asentir y obedecer; dejándonos a mí y a Caleb completamente solos. El opresivo silencio en el que habíamos terminado no me permitía pensar con claridad, agudizando mis nervios y colocándome en una situación bochornosa al recordar lo que había presenciado aquella noche.

—No iba a venir —declaró con obviedad—. ¿Por qué no se marchó?

Su comentario consiguió perturbarme y fastidiarme. ¿Cómo podía preguntar eso? Lo esperé cuatro horas y no recibía una merecida disculpa, sino que me preguntaba el porqué. Ciertamente Anderson culminaría con la paciencia que le tenía, pues si algo odiaba era que las personas se mostraran así de… impasibles.

—¿Por qué usted no iba a venir? —inquirí yo, molesta.

Se encogió de hombros.

—Me surgieron asuntos que atender. Debe entender que soy una persona ocupada, mi vida no es «aburrida» como la suya.

Aunque su tono no era burlón, agudizó la rabia que surgía en ese instante como una bestia en mi interior.

—Pudo haberme avisado para no esperarlo cuatro horas —espeté—. Hubiese sido considerado ya que se supone que iba a ayudarlo. Mostrarse cordial no lo mataría.

Sonrió sin gracia.

—Aguardar cuatro horas por alguien no es ser buena persona, señorita Mitchell —expresó, sereno—, es ser bastante tonta.

Apreté los labios. «Estúpido témpano de hielo», maldije internamente. Opté por sostener el poco orgullo que aún poseía e ignorar su ataque, dándome la vuelta y emprendiendo camino hacia el ascensor. Reconocía esa actitud: buscaba cabrearme hasta el punto de seguir su juego. Sin embargo, aquello no iba a pasar; era lo suficientemente madura para saber que no valía la pena.

No alcancé a dar tres pasos cuando, súbitamente, su mano se afianzó entorno a mi muñeca; impidiéndome seguir avanzando. Giré, hallándome con sus intensos ojos puestos en mí, con un brillo demasiado potente en ellos. No creí que un simple gris pudiese ser tan despampanante, pero en Caleb lo era; sus ojos gritaban emociones mientras que su rostro se esmeraba en ocultarlas.

»Perdón.

Debía admitir que su disculpa me sorprendía, pero también revivía el deseo de indagar más sobre él, pues me resultaba peligrosamente interesante. Asentí lentamente, dejando en claro que no me iría, y soltó mi muñeca, manteniendo sus ojos fijos en mi rostro; casi podría jurar que él sabía lo que evocaba dentro de mí.

—Está bien —pasé una mano por mi cabello—. Supongo que tienes razón, debí marcharme hace rato. Quizá solo creí…

—Que vendría.

Me asombré ante el tono que utilizó para decirlo, como si no lo creyese, pero luego admití:

—Sí.

—¿Todavía quieres… ayudarme? —cuestionó.

No encontraría las palabras correctas para definir a Caleb, jamás. Tan solo de ver cómo hacía segundos lucía como un cabrón y ahora aparentaba la misma inocencia que un niño; me lograba confundir a niveles impensables.

—Desde luego.

Vislumbré el alivio en su semblante a través de la inquietante oscuridad y prosiguió a guiarme hacia su oficina. Le seguí en silencio, buscando la manera de explicarme qué quería conseguir de Caleb, porque era un hecho que algo en él me llamaba con vehemencia. No ignoré la sensación de júbilo que me produjo poder ayudarle. Incluso cuando accedimos a su despacho y nos establecimos en nuestros asientos, no conseguí alejar mis pensamientos sobre Anderson.

Rebuscó dentro de uno de los cajones de su escritorio y yo me tomé el tiempo de admirarlo. No vestía su usual traje, sino que llevaba una polera negra y unos vaqueros casuales; el cabello caoba le caía despreocupadamente a los lados del rostro y contrastaba a la perfección con su tez pálida. Verlo de aquella forma me hacía destacar lo joven que aparentaba ser; no podría tener más de veintisiete años y ya era dueño de una de las editoriales más prestigiosas de Londres.

Lo vi deslizar sobre la mesa un caótico manuscrito que a simple vista parecía tener más años que él. Lo hojeé cuando llegó frente a mí y alcancé a leer el título que relucía en la primera página: el elixir de los besos. El título prometía romance, aquello quedaba bastante evidente. Me cuestioné si Caleb lo habría escrito, pero aquella teoría se esfumó vertiginosamente cuando leí: Heather Davies.




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