Era un caluroso día de verano. Uno de esos días donde cada vez que uno inhalaba un poco de aire, sentía como si estuviera tragando el mismísimo infierno. El asfalto hervía y las calles estaban ausentes de vida. Un mediodía de inicios de agosto era imposible recorrer más de dos manzanas por Barcelona sin marearse o ver las piernas desfallecer. Inclusive los perros, lejos de su jugueteo habitual en busca de un cansancio que nunca llegaba, estaban tumbados en la poca sombra que restaba jadeando sin mover un ápice su cuerpo. El cambio climático estaba afectando paulatinamente aquél planeta azul y lleno de vida llamado Tierra. Los científicos cada vez eran mucho más negativos con los pronósticos. Rebasaban los 30 grados sin contemplaciones. Un dato absolutamente aterrador pues la temperatura, año tras año, subía sin encontrar su límite.
Andrés observaba la calle desde su ventana. Se sentía completamente derretido. El calor lo asfixiaba hasta dejarle sin oxígeno en los pulmones. Su cuerpo jugueteaba con el inminente desmayo, aunque nunca llegaba. Era insoportable aquella sensación, y para más inri, lo deprimía pensar que quedaba un mes entero por delante antes de que aquella sensación cesase por completo. Los coches circulaban velozmente con unos conductores cuya expresión reflejaba un agobio permanente. Abanicos y aire acondicionado eran, en aquellos instantes, los objetos más codiciados por parte de toda la población cercana.
El muchacho decidió levantarse, aunque más por inercia que ilusión, y se fue directo hacia el congelador. Después de dos intentos donde sus brazos desfallecieron, lo abrió, agarrando varios cubos de hielo y depositándolos encima de su cabeza. Si alguna vez hubiese tenido algún orgasmo, hubiese sido parecido aquello. Sintió como una ola de frescor recorría toda su cabeza. Todos los incendios que se encontraban sin control por su cuerpo se apagaron con una pasmosa agilidad.
Aquél era un verano extraño. Normalmente en aquellas fechas estaba junto a sus padres y hermana disfrutando de una aventura paradisíaca digna de un cuento. Sin embargo, aquél mismo año habían dado alerta extrema por las altas temperaturas y sus padres se habían ido al pueblo para cuidar de sus abuelos. Él evidentemente que iba a hacerles una visita, pero tenía muchos amigos con los que salir y no iba a quedarse todo el verano aislado ahí. A sus 20 años todavía no se había sacado el carnet de conducir, y eso, en circunstancias como aquella, podía ser realmente contraproducente.
Una vez se mojó la cabeza, sintiendo un alivio inaudito, decidió tomarse un refresco para terminar de, valga la redundancia, refrescarse. Abrió la lata con un sonoro y seco ruido, y empezó a bebérselo todo seguido. Un agradable frescor inundó su garganta mientras el gas le acariciaba la gola. Era una sensación tan adictiva que bebió sin parar hasta darse cuenta que llevaba media lata de una sola tirada. Decidió darle unos segundos de asimilación a su cuerpo antes de llevarlo otra vez al paraíso. De repente vio a través de la ventana como un hombre desfilaba por la calle. Lo que más le sorprendió es que no se le notaba sofocado cuando ahora la temperatura marcaba los treinta y seis grados centígrados. Había gente muy sorprendente. El perro, nada más verlo, se levantó y empezó a ladrar. Estaba nervioso e inquieto. No paraba de moverse, y además se tambaleaba. Como si la mera presencia de aquél hombre le hiciera dudar si atacar o huir.
Mientras Andrés se giraba para tomarse los últimos sorbos de refresco, sintió un gemido. Un sollozo corto pero fuerte que le dolió en el tímpano durante unos instantes. Giró la cabeza instantáneamente y el perro había desaparecido. El hombre tampoco estaba. Cogió las llaves de su casa, bajó al primer piso y salió de la misma cerrando la puerta con llave. Le encantaban los animales, y tenía la sensación de que aquél pobre perro le había pasado algo grave, así que fue corriendo a socorrerlo.
Una vez llegó a donde había visto por última vez aquellos dos actores de la escena, notando el sofocante calor como le daba latigazos a su cogote, se percató de que había unas gotas de sangre en una esquina. Eran de un color rojizo oscuro. Las siguió durante unas decenas de metros, donde solo se topó con un hombre calvo y con gafas paseando su perro, hasta llegar a un parque. Era una zona verdosa y agradable. Resultaba muy satisfactorio para los habitantes en zonas urbanas gozar de aquellas pequeñas áreas verdes que simulasen el bosque. Se sentía todo menos artificial que ver decenas de edificios repletos de personas amontonadas en escasos metros cuadrados que pagaban exacerbados precios para poder tener un techo cada mes bajo el que vivir.
Había los mismos árboles en toda la estancia, lo que le daba una sensación muy homogénea. Los caballitos y columpios, en otras circunstancias a rebosar de niños que adoraban balancearse al son del viento, estaban por entonces vacíos. No ayudaba que estuvieran expuestos a un sol cálido y sofocante, pero además, era la hora de la siesta. O eso supuso Andrés.
Aquella hora el parque estaba totalmente desierto. Totalmente desierto menos la figura que se vislumbraba a lo lejos. No se movía, estaba rígida. Andrés se puso a correr a grandes zancadas. A medida que se aproximaba sus ojos lanzaban mensajes a su cabeza, hasta que se dio cuenta que era el perro que había visto antes. Le faltaban dos piernas que parecían haber sido arrancadas del tronco. Menuda fuerza había que tener para conseguirlo. Sus ojos estaban abiertos de par en par, y su rostro, aunque el animal ya estaba muerto, mostraba la expresión de haber estado ladrando antes de que la muerte hiciera acto de presencia.
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Editado: 16.08.2019