Aquello que fuimos

II

Se devienen tantos recuerdos, así de la nada, que los siento correr como roedores dentro del cráneo. Una cosa es segura: no he olvidado absolutamente nada todavía. Aquellos años no se aplacaron con el pasar de las edades, con el correr de los relojes, con el cambiar de las ropas. Y tampoco Luca.

Como si se tratase de una especie todavía sin descubrir, oculta entre las inalcanzables y misteriosas sombras del mundo, la memoria juega, en cada cabeza, un rol imposible de descifrar del todo.

Ahí es donde Luca espera, pacientemente, su retorno, su volver a nacer, vivir y, evidentemente, morir como lo haré algún día. Pero no es posible todo aquello. No es posible para nadie cuyo reloj haya dejado de funcionar antes de lo debido, antes de lo previsto. Solo les queda vivir en la memoria, como Luca.

El momento en que nos conocimos, tal cual como ocurrió, yace impreso todavía en esta memoria que se niega a dejarlo ir a donde sea que pueda irse, de ser posible.

Todavía puedo sentir sobre la piel el frío soplido del viento que se escurría entre los árboles aquella mañana en que el mes de mayo diría luego adiós. Era, al igual que todas las anteriores, una mañana de descontento, de rabia y de huida.

Había dejado, una vez más, hablando solo a mi padre mientras dejaba la mitad del desayuno sobre la mesa. Me marcharía, como lo venía haciendo desde hace casi ya tres meses, por la puerta de atrás, tomaría mi bicicleta y despegaría a la velocidad del diablo hacia ninguna parte.

Miento. Iría al que consideraba ya mi sitio de paz. Iría al único sitio que, al parecer, nadie en aquel olvidado lugar recurría, ni siquiera durante los días calurosos. Pero no lo haría inmediatamente. Primero, a punta de pedaleos, mermaría un poco el infierno que vociferaba idioteces en lo más profundo de mis pre-adolescenticos pensamientos.

Eso no tomaría más que unos cuantos minutos. Minutos que, día con día, me permitieron conocer y memorizar cada tramo, cada esquina, cada mancha y cada sonido de aquel pueblo fantasma.

Luego solo pedalearía hacia el norte, muy al norte, siguiendo el rastro de un borroso, pero todavía visible, camino cerca de los terrenos de la casa del señor Campbell.

Fue solo cuestión de suerte, a decir verdad. No cualquiera se pondría a deambular por ahí a ciegas buscando un algo que, tal vez, ni exista.

Pero yo no era cualquiera. Era quien era: un extraño en una tierra desconocida poblada por otros cientos de gentes, igual desconocidas.

Inclusive mi padre me era desconocido. Su voz, su mirada, su presencia. Todo en él me era invasivo y tedioso.

Solo me quedaba huir, pedalear y pedalear por ese sendero, hacia el norte, hasta perderme entre los fríos verdes de aquel bosque durmiente.

Luego me detendría a un lado del sendero, ocultaría la bici bajo las salientes raíces de un árbol antiguo, tomaría la mochila que allí ocultaba y bajaría varios metros a pie hasta llegar a un hermoso y olvidado lago sin nombre.

Apenas y se sentía ruido alguno en medio de aquella nada. Solo se sentía el viento. Solo me escuchaba el viento. Solo me habitaba el aire mientras visitaba, nuevamente, aquella tierra que acariciaba con mis descalzos pies.

Desaparecía todo. Para mí era así y lo seguiría siendo por largo tiempo. Ya no extrañaba nada ni a nadie mientras mis pies, arropados por aquella tierra húmeda, echaban raíces y lo drenaban todo lejos de mí.

Volvía a lo usual de las mañanas, a lo usual de mis huidas, a lo usual del que se siente extranjero: la nada, el vacío y el silencio.

Tomaría de la mochila mi cuaderno de dibujos, lápiz y goma de borrar y, así como sucede con los artistas, me perdería en mis jóvenes intentos de crear vidas aleatorias y mundos irreales.

Porque, en ese tiempo, me negaba a escribir palabra alguna de las tantas que había heredado de mamá. Porque su talento lo sentí como una maldición entre mis propios dedos cuando, por vez primera, recurrí al lápiz y al papel.

No quería volver a esas sensaciones. No pretendía volver a sentirlas por lo brusco de su fuerza, por lo invasivo de su intensidad. Por ello prefería practicar aquello que, con dificultad, heredé de la abuela. Así debía ser mientras la ingenuidad me durase, mientras la corta edad permanecía así, corta.

Permanecí recostado junto a una enorme roca, lisa, limpia y brillante, mientras mi mano hacía su baile a lo largo y ancho de la página. El diminuto lienzo se volvía tan interminable como el cielo mismo. Tan amplio y eterno.

No sé cuánto tiempo permanecí ensimismado en aquel trance −porque nadie toma el tiempo que usa para desahogarse en lo que sea, solo lo hace− cuando un ruido a mis espaldas me hace recoger las piernas y ocultar mis zapatos a mi lado.

Quedé tan quieto como una estatua.

Eran risas, fuertes y malévolas risas las que se acercaban por el sendero. Pude contar cuatro diferentes tonos de voz y, cuando estuvieron lo suficientemente cerca, pude reconocer una de ellas: Anton Dubois, mi vecino de 17 años.

Cruel y despiadado, traía consigo, a la fuerza, a un chico que lloriqueaba mientras sus acompañantes lo arrastraban desde el sendero hasta, más o menos, donde me encontraba.




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