AquÍ No Hay Amor (dual)

17

Ailyne no sabía qué había esperado de la prometida salida, pero no llegar a un sitio que pareciera un retrato del mundo antes del cataclismo.

Al principio se extrañó cuando el astray buscó en un mueble y cogió unas varas largas y flexibles con un pequeño mecanismo por donde entraba un hilo casi invisible. Asemejaban ser armas medievales, pero cuando le pidió explicaciones, pasó totalmente de ella, gruñéndole un «ya lo verás». Las cargó en el coche, junto con una mochila y una manta. Lo sabía porque había observado la operación desde la ventana, sin tener permiso de bajar. Volvió al piso, desaprobó de forma evidente pero sin palabras sus pantalones cortos y la camiseta de tirantes y le ofreció un sombrero, ordenándole:

—Recógete el pelo y ponte eso.

Esperando que cumplir con sus pedidos lo pondría de mejor humor, Ailyne lo hizo. En cuanto le dio el permiso, lo siguió al coche.

En todo el camino no pudo mantener una conversación normal, él contestaba a cada pregunta suya con un gruñido. Ailyne se rindió y se mantuvo callada, mirando el territorio por la ventana. Si seguía comportándose como un bruto, iba a avisarlo de que pensaba retirar sus palabras, cambiar la evaluación inicial y no gustarle más, decidió, fastidiada por su comportamiento.

Salieron rápido del barrio y condujeron lo que a ella le pareció una eternidad por un área desierta. No había construcciones, tampoco vegetación, el dueño era el sol abrasador que proyectaba rayos en líneas contorsionadas sobre la tierra rojiza. En un momento dado, el astray abandonó la carretera principal y condujo por el medio del campo. En unos minutos se les apareció delante un bosque, y Ailyne sintió crecer su esperanza. No era lo que ella deseaba: conocer gente, salir a un local de intercambio social, pero era aire y no cuatro paredes deprimentes.

Aire puro, constató, cuando finalmente el astray paró el coche, dejándolo escondido detrás de un área verde, y bajaron. Analizó con atención el entorno y pareciendo contento, sacó el equipaje del maletero. Ailyne lo siguió en el trayecto accidentado y después, desde encima de una cumbre, pudo ver desvelándose ante ella un maravilloso valle.

Ella no había reparado en los sonidos hasta entonces. Había una especie de silencio de otro mundo, roto por el canto diáfano de las aves y ahora por el gorgoteo de agua rompiendo contra las rocas. Una cascada espumosa lanzaba una lluvia de gotas en un lago de dimensiones reducidas, continuaba su recorrido y se estrechaba en un lado, transformándose en un río que corría valle abajo.

Ailyne bajó la pendiente con velocidad, exclamando por la belleza. Se detuvo en la orilla de lago, respirando con dificultad. El agua era tan cristalina que cuando metió una mano, pudo ver perfectamente sus dedos bajo las ondas. La sintió fresca y agradable sobre la piel y no pensó ni por un segundo en posibles bacterias.

Celso sonreía mientras bajaba con pasos calmos, cargado con el equipaje. Eligió una zona de hierba suave bajo la sombra de un árbol vetusto y tendió la manta.

—¿Te gusta? —preguntó, aunque por las manifestaciones de alegría de Ailyne, no le cabía duda de que disfrutaba.

—Es muy hermoso. Nunca había visto algo así, ni me había imaginado que existiese. —Sonrió y luego arrugó el ceño, recordando que debía tomar medidas de seguridad—. ¿El agua es segura?

—¿A qué te refieres? —se extrañó Celso, olvidando su fobia.

—Si se puede usar. ¿Puedo utilizarla para refrescarme?

—Puedes incluso beber si te apetece. Tiempo atrás se creía que esa agua era mágica y ayudaba a curar las heridas de los guerreros. No sé si es verdad, pero se demostró que está libre de bacterias. Viene de un manantial situado en lo alto de la montaña —explicó, enseñándole el pico que se asomaba sobre los árboles, unido al cielo—. Es pura.

Ailyne prefirió no decirle que dudaba mucho de su afirmación. Lógicamente, agua sin tratar era imposible que fuera pura. No obstante, habían ido a relajarse y era lo que pensaba hacer. Pasaría de sus aberrantes comentarios y disfrutaría de la salida. Prestó atención al verlo tomar los instrumentos raros y acercarse al lago.

—¿Qué son?

—Cañas de pesca.

Ailyne esperó detalles, pero él no la complació. Observó cómo posicionaba las varas en la orilla de un modo organizado. Llevaba unos pantalones que le cubrían las piernas hasta las rodillas, y los músculos de las pantorrillas jugaban con los movimientos. Igual que los bíceps que amenazaban con romper la pobre tela de la camiseta. Seguía pensando que su cuerpo era… indecoroso. Tal evidencia de fuerza bruta no le parecía elegante. Aunque debía reconocer que la tranquilizaba mucho el hecho de que se veía capaz de hacer frente a cualquier problema.

—¿Para qué sirven? —Ailyne insistió cuando tuvo claro que las explicaciones no vendrán por sí solas. No le gustaba que él la tomara por ignorante, pero quería conocer lo máximo posible de Stray y sus costumbres.

—Para pescar. ¿Ves los pequeños círculos en la superficie del agua? —Celso tendió la mano hacia donde las ondas se movían creando órbitas de pequeñas dimensiones, y ella asintió—. Son peces. Frescos y buenísimos.

—¿Quieres decir que los palos sirven para matar a los pobres peces? ¿Y qué encima piensas comerlos? —vociferó Ailyne, horripilada con la idea.




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