Érase una vez, una mujer casada con un hombre muy rico, que enfermo, y, presintiendo su fin, llamó a su única hija…
Hey, puedo ser llorona para conseguir lo que quiero pero si no hay nadie a quien llorarle, entonces, ¿con quién me quejo?
Exacto, conmigo misma.
Me levante de la cama maldiciendo a la luz del sol por ser tan caliente y a la ventana que había en el palomar sin ningún filtro la cual solo lograba que me despertara con la cara ardiendo o el cuerpo sofocado por haberlo metido bajo las sabanas, donde había oscuridad de nuevo.
Tenía trabajo que hacer y si me demoraba terminaría a la 1 de la tarde, justo cuando el maldito sol se hacía más sofocante y caprichoso con mi traslucida piel.
Madame grito y me sorprendí nuevamente por el increíble sueño de mis hermanastras, ambas gemelas, quienes seguían profundamente dormidas a pesar de la histeria en la voz de mi madrastra.
Podría haber jurado que cada día más que transcurría ella se levantaba un minuto antes que el anterior solo para gritarme que me había levantado tarde.
Madame había llegado a sus 55 y ahora se levantaba temprano porque el sueño ya no le hacía provecho. Lo había perdido y se había dedicado a atormentarme más a consecuencia.
Vivimos en York, una hermosa ciudad de Inglaterra, con dos increíbles ríos que tienden a desbordarse en una temporada especifica del año —el Foss y Ouse— ambos curiosos nombres que mi madrastra uso para nombrar a sus bellas gemelas y en cuanto a su tercera hija, ella busco el nombre más extraño, Cynder.
Yo soy Ayla, y Ayla llegaba tarde a hacer sus tardeas del hogar.
Maldito tiempo, también.
Así que baje rápidamente y cogí la ropa de mis hermanastras que se encontraban tiradas por todas las escaleras a causa de su última fiesta, llevándolas a lavar mientras que hacia mi maratón hacia abajo.
—Llegas tarde niña, no puedo creer que te quedaras dormida. —hablo Elosa y yo solo puse los ojos en blanco después de darle la espalda.
—Lo siento madame.
—No tengo tiempo para eso, así que, muévete muchacha, el viñedo no se riega solo.
—Si madame.
Obedecí y después de dejar las cosas pendientes para hacer, corrí al viñedo en donde, por órdenes de madame, debía de regar uno a uno cada vides, igual, más tarde tendría que volver a hacerlo y después de asegurarme que era una hora después supe que mis hermanas se levantarían pronto. Corrí de vuelta a la casa para prepararles el desayuno, algo que por cierto, se me daba muy bien e hice malabares con otras cosas.
Las relaciones de mi familia eran complicadas y todos lo sabían pero si eso no era suficiente, entonces claramente yo podría decir que en aquella estupidez yo era la intrusa.
Mi nombre como dije, era Ayla, un bonito nombre puesto por mi fallecido padre, uno que significaba “luz de luna”, otorgado por el color de mis ojos. Yo era Ayla Diena y mi padre se llamaba Matt, aunque ahora estaba muerto así también como mi madre, Dayana.
Mi madre murió cuando yo nací, una niña en una buena familia que poseía terrenos y viñedos, dedicados a aquello desde hace dos generaciones. Los Diena habían hecho su propio nombre en poco tiempo.
Entonces mi padre se había sentido solo después de la muerte de mi madre y fue ahí donde conoció a mi madrastra con sus dos preciosas hijas gemelas en una de esas fiestas a las que había estado obligado a ir, cada una tan bellamente mortal como la otra. Mi padre murió un año después de contraer matrimonio con aquella mujer, cuando yo tenía apenas ocho años.
Después al año siguiente mí madrastra se casó con Michelle, un hombre de negocios quien lucio más interesado por lo físico que… alguna otra cosa, y tuvieron a Cynder.
Michelle era más como un vecino que un padre y madame era como una rectora o institutriz muy mala en lugar de lucir como una madre, aunque la historia iba solo para mí. De igual forma, Michelle nos daba dinero y nos visitaba solo una vez al mes por lo que… no había cariño ahí.
Mi madrastra había decidido que sus hijas se quedaran con el apellido Diena por la enorme herencia que había sabido sacar adelante, aunque yo sabía que Fabián tenía más que ver en eso que ella, y entonces ella había cambiado su apellido por el de su nuevo esposo quien también tenía propiedades y una gran tienda de ropa en Londres.
Igual, para cuando eran las doce del día estaba sudando como cerdo recogiendo las uvas con un gran sombrero cubriéndome la cabeza hastiada de la rutina pero esperanzada porque dentro de una semana más nos dirigiríamos a Inglaterra para comenzar nuestros estudios.