Ases de las Alturas

Ases de las Alturas

Antes de que las sirenas iniciasen su cíclica bocina, todos sobre el portaaviones sabían que ya estaban aquí. Esos motores que atormentaban las pesadillas de todos a los que les habían sobrevivido, sonaban diferente al de cualquier otro avión. Precedidos por la calma, de repente se atropellaban a sí mismos al aparecer, como si diesen un frenazo, y cuando ya habían alertado de su llegada, se dignaban a aparecer de entre las nubes a la vez que su rugido se volvía a acelerar.

Todos sobre la cubierta sabían que estaban ya ahí arriba y los observaban como unos aldeanos temerosos observarían una bandada de dragones. Se habían alistado para ello, pero nada da más miedo que enfrentarse a la realidad. Cuando las luces rojas acompañaron a una bocina progresiva, las gargantas tragaron y un frenesí se apoderó de la zona de despegue.

Recordando de forma automática mi entrenamiento, me apresuré hacia la aeronave C-1956, mi pequeño ángel de la muerte. Arif también corría hacia la aeronave, mientras se colocaba el casco torpemente. Las dificultades no surgían de las prisas, sino del miedo, que no hacía sino generar más prisas. Respondí al temblor de sus pupilas con una sonrisa relajante. Yo también estaba cagado de miedo, eran los putos Ases de las Alturas, pero, cuando me metía en mi pájaro, la ilusión de un niño pequeño se apoderaba de mí. Ningún niño pequeño debería ilusionarse con semejante máquina de matar.

Arif se metió detrás, y yo me abroché el casco mientras él encendía la radio. Los primeros aviones empezaban a correr a mi derecha, como guepardos que emprendían el vuelo al llegar al borde del portaaviones. El vendaval que desplegaban a su paso adrenalizaba mi emoción más y más. Cuando mi compañero me dio un visto bueno en forma de pulgar, seguí al resto de aviadores.

Empezó con un leve traqueteo, como una de esas montañas rusas que había visto en la tele, poco a poco, lentamente. Tras unos segundos de carrerilla, todo se volvía exponencial. Cada vez los operarios pasaban más rápido a mi lado, las bombillas se convertían en fogonazos, los gritos en rumores, todo en un enorme borrón. Menos el cielo, él seguía ahí, impasible, aguardando mi llegada con un abrazo intangible. Los “cambios” y “cortos” se apelotonaron en la radio de Arif cuando las ruedas se separaron de la plataforma. La gravedad dejó de importar, la física se sometió a mi manejo, unas leyes que jamás había comprendido, escritas en un lenguaje que jamás aprendería a hablar, ahora, jugaban a mi favor y me valía de ellas para sobrevivir. “Volar para vivir, vivir para volar” sonaba en mi cabeza. Era el eslogan de mis contrincantes, pero encerraba una idea que todos compartíamos cuando nos adentrábamos en la imperturbable cúpula celeste.

Los primeros segundos siempre son tranquilos: o aún no has llegado a la zona de combate o ya te han derribado. Tuvimos suerte. Fuimos subiendo y subiendo hasta que el mar dejó de ser una planicie y empezó a curvarse en el horizonte. Las diminutas moscas que revoloteaban a cientos de metros de altura se fueron haciendo grande. Aquello estaba totalmente desequilibrado. Treinta contra cuatro. Y, sin embargo, eran los treinta los que se habían formado un charco en el asiento de sus naves. Los otros cuatro tenían el destino de la guerra en los controles de sus naves.

Si Turquía destacaba por algo era por controlar el paso entre el Mediterráneo y el Mar Negro, el paso entre dos continentes, entre dos civilizaciones enfrentadas desde hace milenios. Por eso no querían permitir nuestra autodeterminación, nuestro derecho a ser libres y no servir al rey de los colonialistas. Pero, los miles de kilómetros cuadrados de tierra y personas que rodeaban aquel estrecho no le importaban a nadie. Tan solo una centena de kilómetros de mar que decidían la hegemonía mundial.

Por eso los ataques solían ser por mar, pero las batallas navales quedaron décadas atrás y la supremacía aérea había hecho de las suyas, hecho que habían sabido aprovechar los franceses. Los cuatro aviones que surcaban las nubes, los cuatro símbolos que toda la nación era capaz de reconocer, eran el mayor peso que tenían los jueces de la balanza. Cuatro personas que habían atemorizado a toda una armada. Habían pasado más de dos años desde que el primer turco murió a manos de un francés y, en todo ese tiempo, nadie había conseguido hacer una sola muesca en el blindaje de esos dichosos cuatro aviones. Lo peor, era que estaba completamente justificado.

Arif me dio unas palmadas en el hombro izquierdo cuando llegamos a la zona de combate. Un ritual que repetíamos cada vez que combatíamos y que, de momento, habíamos realizado tantas veces como sobrevivido. La principal desigualdad de un combate de treinta contra cuatro es que la portería es demasiado pequeña para un balón tan grande. Sobre todo, si la portería tiende a evitar todos los tiros. Al fin y al cabo, no eran los Ases de las Alturas por nada.

No sé de dónde salió, se decía que nadie lo sabía hasta que era demasiado tarde, pero un avión con una pica negra pintada en las alas, apareció de la nada, voló a nuestra derecha y desapareció, no sin antes derribar a un avión de un solo disparo. Repentino y conciso, así era Picas. El milisegundo que pasó en paralelo a mi nave, logré ver su casco negro con una pica blanca en un lateral. El casco le tapaba completamente los ojos, los novatos decían que era para centrarse únicamente en su objetivo, su velocidad le permitía no tener en cuenta los campos laterales. Los espías decían que, desde el inicio del conflicto, Picas había mantenido el mismo cargador y no extrañó a los altos cargos, que estaban asfixiados de informes de aviones derribados por un solo disparo. Siempre elegían los días nublados para atacar. Picas volaba en círculos alrededor del campo de batalla hasta que localizaba a su víctima y, tras un rápido cálculo, acudía a ella, la derribaba y volvía al extrarradio.



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En el texto hay: reflexion, guerra

Editado: 27.05.2021

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