Balada de una princesa perdida | Completa

29

Joyce quería gritar de coraje mientras era empujada por los centinelas hacia la sala del trono de la corte de hielo. Lo último que recordaba de aquel lugar era lo frío que era en comparación con la corte donde ella creció. Y aun así, regresar ahí era toda una experiencia visual.

Era un salón rectangular muy largo con ventanales altos. En el techo, la luz entraba por una gran cúpula transparente y alrededor había distintos ventanales en forma de alas, por lo que cuando salía el sol, la luz entraba por estos y se reflejaba directamente en el piso. El color de las ventanas era un azul hielo decorado con intrincados negros, dando la ilusión de una pieza de hielo a punto de romperse en mil pedazos.

El mármol del piso era blanco, todo en tonalidades frías. Por último, estaba el trono blanco, hecho también en mármol, con bases decoradas en hielo y delineado por líneas negras, como si estuviera craquelado. Al lado de este, había dos columnas de las que colgaban banderas azules con el símbolo de la corte de hielo.

Era un sitio imponente, pero al mismo tiempo hermoso. Joyce no lo recordaba tan bello hasta que los recuerdos la embargaron. Ojalá pudiera recordar cualquier lugar de Adarlan de forma bonita, sin tener que ver los rostros de su familia decepcionada o las expectativas que puso la familia de Dristan en ella, antes de que decidiera huir.

Ese trono habría sido parte de ella también si no hubiera tomado la decisión de ir al mundo mortal.

Ahora estaba de regreso, pero viendo a los centinelas de Dristan encadenar a un Adam inconsciente a una de las columnas. El príncipe se fue a sentar al trono con una sonrisa de suficiencia.

—Entonces, ¿de verdad creíste que no me volverías a ver? —dijo él.

—Ese era el plan. Hasta que mandaste a tus asesinos.

Su sonrisa se ensanchó con cierto orgullo y Joyce sintió asco.

—¿No fue divertido?

Joyce apretó sus labios de nuevo, estaba a dos segundos de perder la cordura.

—¿Crees que es divertido matar gente?

Dristan alzó los hombros despreocupado.

—Creí que para ti lo sería, especialmente con tu gusto por esos humanos. Para ser alguien a quien no le divierte la muerte, te deshiciste de varios de mis centinelas.

—Eso no quiere decir que disfrute matando, Dristan. Ellos iban a matarme a mí si no actuaba.

—Claro, siempre hay excusas. Pero lo cierto es que solo te has convertido en una traidora de sangre, matando a los tuyos para salvar a esa escoria —señaló a Adam.

¿Cómo podía tergiversar todos los hechos a su conveniencia? ¿Ahora la estaba tachando de asesina cuando él mandó a esos hombres con órdenes específicas de matarla?

—Si soy una traidora de sangre, ¿por qué no me matas y ya, Dristan? Acaba con esto, es obvio que no me trajiste aquí para pedir que continuemos con esa boda, ¿o sí?

Esa debió ser la primera cosa que causó molestia en Dristan, porque apretó su mandíbula y miró hacia otro lado. Cada vez que recordaba su condenado compromiso, Joyce podía sentir las ganas de salir corriendo. No quería casarse, no iba a hacerlo. Hacía mucho tiempo que había perdido las esperanzas para la gente de Adarlan. Nada iba a cambiar eso.

Aunque desde aquella conversación con Adam, no podía dejar de pensar en lo que había dicho: «Quizá ellos sean inflexibles, pero no creo que tú lo seas. Si decidieras hablarles, puede que te escuchen. Podrías convertirte en una gobernante que haga un cambio, solo alguien que puede pensar como tú sería capaz de hacerlo.»

Ojalá pudiera encontrar un motivo para creer en los de su especie. Pero Dristan y su corte no ayudaban.

El príncipe la miró furioso.

Los fae no podían mentir, si lo intentaban corrían el riesgo de morir ahogados en su propia saliva. Como si algo desde dentro de su cuerpo les impidiera soltar mentiras. Incluso cuando alguien hacía preguntas incómodas, ellos debían responder con la verdad. Era obvio que la pregunta de Joyce incomodó a Dristan porque intentó quedarse en silencio hasta que de su boca salieron las palabras de forma atropellada:

—Por más que quiero hacerlo, la boda debe continuar. Mi padre lo dejó en claro.

Joyce notó que la mención de su padre le molestaba, pero de nuevo, su naturaleza a decir la verdad le impidió ocultar ese hecho. Ella estaba casi segura de que Dristan no quería continuar con esa boda tampoco.

—Tú no quieres esta boda, Dristan. Es tu padre —señaló.

El joven príncipe giró su cabeza, más incómodo que antes. De verdad no quería responder.

—No se trata de lo que yo quiero o no. Se trata de lo que hace bien a Adarlan. La unión de ambas cortes va a beneficiar a todos.

Era inteligente, pensó Joyce. Trataba de esquivar el tema para no tener que soltar una verdad que era evidente. Sylvan Velaryon era el rey de la corte de hielo, uno de los gobernantes más viejos de Adarlan, pero también conocido por ser sanguinario y cruel.

Aquel hombre era una de las principales razones por las que prefería no vivir cerca de los fae. La última vez que Joyce vio a Sylvan, recordó lo mucho que le aterrorizaba. Sus padres, sin embargo, estaban convencidos de que esta unión les beneficiaría.

—Déjalos ir, ya me tienes aquí —señaló a Adam.

Dristan negó.

—Considéralo una motivación para que hagas lo que necesito.

Se levantó del trono y se acercó a ella. Una de sus frías manos la agarró por la barbilla, y Joyce no pudo hacer más que mirarlo con asco. ¿Cómo es que alguna vez fue su amigo?

—No haré lo que quieres —soltó.

Él le sonrió.

—Eso ya lo veremos, Jessalyne. Nos vemos mañana cuando lleguen tus padres —la soltó bruscamente y la dejó con los centinelas.

 



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En el texto hay: fantasia, romance, hadas

Editado: 06.05.2024

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