Nyssa
Empiezo a guardar mi ropa en una maleta que ya no huele a encierro. Cada prenda que doblo lleva consigo un pedazo de lo que he sido desde que estoy aquí: una mujer que ha ido reconstruyendo pedazo a pedazo su alma rota, una madre primeriza, una hija que intenta perdonar. No sé si estoy lista, pero tampoco puedo seguir esperando a estarlo.
No sé si allá afuera, tal vez, aún hay alguien que me recuerda… Y aunque ese alguien quiera verme o no, él tiene derecho y merece saber que existe este pequeño milagro que se refugia en mí mientras se alimenta de mi pecho.
—Nos vamos, mi amor… —Le susurro a mi bebé mientras lo arrullo entre mis brazos—. Vamos a buscar lo que es nuestro. Vamos a buscar a papi. —Hablo bajito, acariciando sus cacheticos gorditos con mis dedos.
Él me mira con esos ojitos que aumentan mi fuerza y alimentan mi esperanza.
Acaricio su carita, y por un segundo, imagino cómo será verlos juntos. Me pregunto si su corazón lo sentirá, si lo sabrá, apenas lo vea. Si con solo mirar estos pequeños iris tan preciosos, tan iguales a los suyos, lo reconocerá como su hijo. Ruego porque sí, porque si lo niega, me romperá el corazón. Este cosito tan bonito, tan inocente y tan parecido a su padre, es innegable… Me tiembla el alma de pensarlo.
Mi madre entra en la habitación, me observa en silencio durante un momento, y luego se acerca a mí.
—¿Estás segura? —pregunta con suavidad, dejando una manta en la maleta.
—No. A decir verdad, tengo miedo —respondo, sin mirarla—. Pero si no voy ahora, no voy a poder hacerlo nunca. Si no lo busco lo perderé, y prefiero luchar por volverlo a tener a mi lado, aunque falle en el proceso, que perderlo sin haberlo intentado.
Ella asiente y me toma la mano.
—Te críe fuerte, mi niña. Y sé que te vas a levantar del todo. Si estás dispuesta a regresar con ese amor que la vida te quitó, lo lograrás, porque a ti nada te queda grande. —Me anima, mamá.
—Él no sabe que existe —digo, más para mí que para ella—. Y a veces siento que lo odio por haberse convencido tan fácil que no lo amo. Siento rabia porque nunca me conoció de verdad, cómo pudo creer en esas palabras con las que pretendí herirlo. Pero… también me duele imaginar todo lo que tuvo que dolerle a él. Me recuerdo la última vez que lo vi, y soy consciente de que fui muy cruel. Tanto que no sé qué voy a encontrar cuando lo vea.
—Tal vez amor —dice mamá—. Tal vez dolor. O tal vez las dos cosas. Pero vas con la verdad. Vas con una prueba viviente de lo mucho que luchaste por alguien que es tanto tuyo como de él. Y eso abre más puertas que el miedo. Este bebé es tu gran verdad, hija, y es tu gran triunfo. Por ti está vivo, y está sano. Tú lo defendiste y lo protegiste de un infierno, y eso te hace una mamá muy valiente y digna de admiración, por eso estoy segura de que cuando el papá de este pequeño sepa toda la verdad, se rendirá a tus pies. —Sus palabras hacen que me agite el corazón.
Abrazo a mi hijo y le doy un beso en la frente.
—Vamos a casa, hijo mío… vamos a buscar la otra mitad de nuestra historia. Vamos a forjar un hogar bonito para los tres. —Hablo segura, bajo la atenta mirada orgullosa de mi madre, a quien le entrego a su nieto un momento mientras cierro la maleta.
Las manos me sudan un poco, el corazón me pesa y la cobardía quiere nublar mi mente. Sin embargo, con más energía que siempre, finalizo de cerrar mi equipaje y lo ruedo hacia la salida, seguida por mi madre y mi hijo.
Camino segura hacia la puerta sin saber cómo me siento. No es valentía, tampoco es certeza lo que llevo dentro. Es solo esperanza. Esa esperanza que alguna vez creí perdida… y que hoy se atreve a viajar conmigo hacia donde está el hombre que no pienso volver a soltar jamás.