Las cobijas llevan olor a ti todavía, el color sangría que goteó de tus pestañas al recostarte. Un puñado de costillas desbaratadas al calor de mi pecho.
Aún suena tu corazón rompiendo la carne, atravesando el hueco diminuto entre la simpleza de encontrarnos, leernos, buscar dejarnos eternos en el otro. Lo suave que mirabas mi silueta.
Reposando en las piernas, como gotero y ancla, está la brisa de tus cejas pobladas. Amantes de lo caliente que son mis yemas, llamarada violenta atizando con veladoras la luz cegadora de nuestras esencias.
Llevo olor a ti, a tu vientre, a las cenizas, la sabiduría, tus lecturas y epidemias. Llevo cuesta arriba un sol en cada poro, una ráfaga que ilumina las pecas que endulzaste. Llevo amor para regalarte donde sólo dejaste choques electrizantes.
Joven diamante, llevo la sensación de tus dientes queriendo acabar conmigo, apresando la lengua que sería tu martirio. Está en mi paladar tu risa frustrada y en la memoria el recuerdo entero de cómo acariciabas las hojillas del cabello.
Bajo la iluminación de ese sol en mi ombligo he declarado que te odio, no existe otro remedio.