Mi corazón había latido con fuerza por alguna extraña razón que, por más que intenté, no comprendí. Jack tomó mis brazos y los cruzó por delante de su pecho, antes de arrancar la moto. Pude palpar la dureza de su abdomen mientras hacía el débil intento por tratar de no salir volando debido a la corriente de aire que creaba la vigorosa velocidad a la que conducía. A mí particularmente, me encantaba; era un poco fanática de la adrenalina.
Traté de no pensar mucho en el hecho de que estaba en un vehículo con alguien desconocido; ¿Qué podría hacerme un chico de secundaria que no me haya hecho Peter ya?
No habían pasado ni siquiera cinco minutos cuando ya estábamos doblando la esquina de la calle diecisiete, donde se encontraba mi pequeño trabajo: La librería del señor Thomas. Le di un codazo a Jack para que se detuviera, y así lo hizo. Se orilló justo frente a la puerta del local, que tenía pegado en uno de sus bordes un afiche sobre recomendaciones para un sexo seguro.
—Muy, muy interesante tema—dijo él, llevándose las manos a su mentón y observando el cartel con las cejas levantadas. Me miró, me regaló un guiño y luego sonrió. Sentí un retortijón en el estómago, y fruncí el ceño. ¿Iba a vomitar?
—No creo que haya algo en ese cartel que no sepas ya—murmuré, dándole la espalda.
—Oye, espera Ann.
Me detuve, girando de nuevo para encararlo.
— ¿Te vas a ir así, sin darme nada por traerte?—preguntó.
Enarqué una ceja.
—Bien, no sé qué demonios esperas que te dé, pero de antemano déjame decirte que no conseguirás nada. Yo no te he pedido que me trajeras, tú te has ofrecido y has hecho que perdiera el autobús. —refunfuñé.
Se quedó en silencio un par de segundos en los cuales sopesé seriamente darle la espalda y dejarlo allí, parado como el propio idiota que era. ¿Qué carajos estaba insinuando? ¿Era tonto o qué? ¡Él mismo se había ofrecido a traerme! ¿Sufriría de algún tipo de trastorno de personalidad? ¿Alguna enfermedad mental que haga que confunda u olvide las cosas?. Justo antes de girarme, sonrió. Al principio era una sonrisa tímida, luego se extendió de oreja a oreja, hasta que se convirtió en una carcajada. Me estaba inclinando más a lo de la enfermedad mental.
—Dime, ¿Te has olvidado de tus medicinas?—le pregunté, fingiendo preocupación.
Volvió a reír.
—No, no. Es solo que… me caes bien. De verdad—dijo.
Y allí estaba de nuevo ese retortijón en el estómago. Definitivamente iba a vomitar. ¿Verdad que sí? Por supuesto que sí. Maldita sea, ¡absolutamente sí! No era agradable. No lo era.
—Bien, no sé si quieres que te dé un premio o algo parecido por esa revelación, pero no puedo seguir aquí. Tengo que entrar a trabajar.
Asintió, sonriendo todavía. Yo me limité a enarcar las cejas.
—Adiós, entonces. ¿Nos vemos luego?—preguntó.
—Espero que no—murmuré, entrando a la tienda.
Lo último que escuché de él fue su carcajada, seguida del rugido de la moto al alejarse. Suspiré, sintiéndome normal de nuevo. Este chico tenía una extraña habilidad de ponerme los pelos de punta.
El señor Thomas me esperaba de pie detrás del mostrador, con un par de cajas alrededor de sus pies, que contenían libros nuevos que él trataba de ordenar alfabéticamente. Le saludé con la mano, y él me regaló una sonrisa, acercándose a mí para darme un abrazo. Se lo devolví lo mejor que pude, con algo de temor. Tenía alrededor de setenta años, me daba algo de miedo apretarlo con demasiada fuerza y que mis brazos le causaran una fractura sin querer.
—Annie, Annie… ¿Qué tal estás, pequeña?—preguntó, con voz baja y enferma.
Hacía dos años que el señor Thomas había desarrollado una enfermedad que, aunque nunca me había querido decir cuál era, deducía que era letal y dolorosa debido a las veces en las que arrugaba el rostro sin motivo aparente, y a las constantes medicinas que tomaba. Lo único que se atrevió a admitir cuando me contrató, era que la enfermedad lo cansaba demasiado como para estar todo el día en la tienda, por lo que necesitaba la ayuda.
—Bien, bien…—susurré. Allí estaba de nuevo ese ceño fruncido. El mismo que ponía cada vez que trataba de ocultarme cuanto le dolía lo que fuera que le dolía— ¿Y usted? Siéntese, por favor. ¿Quiere un vaso de agua? ¿Se tomó la medicina?
—Tranquila, estoy bien—dijo, sacudiendo las manos como restándole importancia al asunto. Fruncí el ceño. El Sr. Thomas era la única persona en la que confiaba, y no me había traicionado. También el único que había accedido a darle trabajo a una chiquilla de catorce años, toda sucia y maltratada… Aunque hubiese un interés de su parte también, porque me necesitaba. Había aprendido a quererlo, un poco.
Un poco decía demasiado, sin embargo. Cuando te han roto el corazón demasiadas veces, pierdes la capacidad de amar algo, o alguien. Solo estás vacía. Como muerta. Y no me refiero sólo a lo que un imbécil puede hacer con tus sentimientos, sino a todos en general. Todos me habían destrozado. Tomaron todas las emociones, todos esos sentimientos cursis, y los transformaron en un agujero negro que consumía cada pizca de afecto que pudiera nacer por alguien. No podría mencionar ninguna excepción. El huracán que habían insertado en mi pecho, se encargaba de destruir cualquier emoción a su paso.