Muchos minutos luego, después de llorar y secarme bien el rostro y no dejar ningún tipo de evidencia de mis lágrimas, comencé a preguntarme el por qué la librería continuaba cerrada.
Miré mi reloj. Hacía ya un par de horas que la tienda debería estar funcionando.
Fruncí el ceño y me encaminé a la casa del dueño, que vivía a unos pocos metros de distancia, esperando encontrarlo en la cocina preparando algún pastel. Quizá fuera de chocolate, quizá fuera de zanahoria. El sol estaba brillando en todo su esplendor, causando que mi cabello se viera un poco rojizo, por los reflejos. Mis zapatos resonaban en la grava, y los autos pasaban a toda velocidad a mi lado.
La calle estaba muy silenciosa, como una tumba. No había niños correteando de un lado a otro, a pesar de que hacía bastante sol. No había peatones deambulando por aquí y por allá tampoco. Era confuso… el sol parecía estar bastante feliz, pero nadie estaba cerca para contemplarlo.
El dolor de mi cuerpo punzaba con cada paso que daba. El correr frenéticamente hasta acá no ayudaba en la mejoría del dolor.
Un mensaje de texto llegó mientras caminaba.
Este es mi número. Llámame si me necesitas. -Bel.
Guardé el número en mi agenda y devolví el trastazo de celular a mi bolsillo.
Para cuando finalmente llegué a la puerta de la casa del señor Thomas, noté que ésta se encontraba abierta de par en par. Dentro se encontraban unos señores de traje, y un par de jovencitas lloraban. A la izquierda, en la primera habitación, había dos médicos con sus batas blancas hablando en susurros. Juro que escuché el estampar de mi corazón contra el suelo.
Rápidamente me acerqué a una de las chicas que estaba más cerca de mí. Tenía intenciones de levantar mi mano y tocarla, para que girara a verme sin mencionar nada y no interrumpir su llanto, pero la fotografía a la que se abrazaba con tanta tristeza llamó mi atención.
Como si fuera posible, mi corazón se arrugó aún más.
En la fotografía, una chica de alrededor de cinco años se encontraba riendo, su cabello rojo se pegaba a sus mejillas y a su boca. Sus diminutos brazos se enrollaban a un cuello encorvado, un poco arrugado… El hombre de la fotografía era más joven, pero claramente era el señor Thomas.
—Disculpa—le llamé—Lo siento, ¿Puedes decirme qué es lo que está pasando? Trabajo en la tienda del señor Thomas, pero llegué y él no…
Seguía con mi mirada fija en la fotografía.
—Está muerto—me interrumpió.
Quizá me lo imaginé en algún punto desde que crucé la puerta, pero verdaderamente no era esa respuesta la que esperaba. O más bien, era precisamente lo que no quería escuchar.
—Disculpa, ¿qué?
—Está muerto—repitió.
Mi garganta se cerró, y mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas de nuevo. Tuve que carraspear varias veces para despejar un poco el nudo que se estaba formando en mi garganta. Unas profundas aguas negras amenazaban con ahogarme, hundirme en la oscuridad de nuevo.
—No, no podía haber pasado todavía…—susurré, aunque sabía que en cualquier momento pasaría.
La pelirroja sorbió su nariz y me miró.
—Le dio un ataque al corazón. Estaba solo… Él no…—no pudo continuar. Los sollozos salían descontroladamente de su boca.
Sin embargo, ya había escuchado suficiente. “Estaba solo”. Dios, ¿Qué clase de personas podrían dejar a un señor bastante mayor vivir en una casa completamente solo? Aunque bien, yo no era nadie para juzgar…
— ¿Dónde está su esposa? —pregunté, apretando la mandíbula para no soltar ninguna lágrima.
— Murió el año pasado—respondió—Yo venía a traerle su comida, como siempre lo hago. Lo encontré en el piso, con las llaves de la casa en sus manos. Deduje que iba a salir. Llamé al 911 y a mi mamá, que es su hija—sollozó. Se limpió su nariz, y me preguntó: — ¿Tú quién eres?
—Annie Hathaway… Yo…
—Ah, eres la chica de la librería. Espera un momento.
Se levantó de la silla y entró en una de las habitaciones. Mi cabeza daba vueltas, estaba segura de que en cualquier momento colapsaría, las aguas negras me ahogarían.
—Ten, esto es para ti—Me dijo, ya de vuelta. Era una pequeña caja de madera, estaba cerrada con cinta plástica. Encima, un pequeño papel que decía: “Alguien te quiere”.
Era su letra.
—Se supone que debía hacértelo llegar por correo en tu cumpleaños, pero dada las circunstancias…
Necesitaba salir de aquí.
—Lo siento, yo… tengo que irme. De verdad, no… no puedo…
Ella sonrió con pesar, y asintió.
—No te preocupes. Ve.
Salí con paso apresurado de esa casa, y comencé a caminar, sin saber muy bien a dónde me dirigía.
Mis manos temblaban envolviendo esa pequeña caja.
Era difícil decir cómo me sentía. El Sr. Thomas fue el único que me ayudó a salir adelante, porque desde un principio supe que él no necesitaba a nadie que atendiera su librería. Noté ese día que sólo me daba el trabajo porque notaba que estaba desesperada por conseguirlo. Porque se veía reflejado en mi rostro.