En el exterior de la casa, sobre la leña y el fuego abrasador, Gödmel preparaba la gallina en un enorme caldero... En realidad terminó echando una docena de ellas. Las movía con un gran cucharón de madera, ocasionando burbujas sobre el sabroso caldo, cuando observó a lo lejos la llegada de sus hijos, la esposa y la pequeña Calixta. Iban de prisa y dejó de remover cuando tocaron tierra.
—¿Qué ha pasado? Pensé que tardarían más.
Uria se inclinó y Calixta bajó de su lomo.
—Hay una fuga, papá —repuso Görhil—. Al parecer son seis desertores.
—Vaya... Eso es malo —vio la expresión de Calixta y enseguida quiso corregirse—. No tan malo, en realidad.
—Eso huele muy bien, señor —dijo la chica, pasando por alto su comentario.
—Pues me alegro, Cali. Pero nada de señor, por favor. Tengo 100 años pero aún no soy un viejo dragón.
Calixta estaba frente al caldero y Gödmel continuó removiendo. Uria se disculpó a entrar a la casa con Rulpa y Görhil se quedó quieto junto a Calixta.
—¿Cien? —abrió los ojos.
—Claro.
—Es que… nosotros no duramos tanto tiempo —hizo referencia a sus iguales.
—Eso es porque no se alimentan bien, comen cosas extrañas. Tengo entendido que meten las patatas en aceite caliente, ¡y luego se las comen! —dijo con gran preocupación, como si aquello fuera prohibido.
—Ah, las patatas fritas. Son deliciosas.
Calixta sabía que estaba dándole largas al verdadero asunto. El olor delicioso no podía quitarle de su cabeza las preguntas y, ahora, el leve miedo de los desertores llegaba para quedarse. Ella podía irse de allí y no volver, era fácil pero, ¿y ellos? No estaba segura de cuán peligroso era el hecho de las almas humanas corriendo por ahí sueltas.
—Gödmel, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Seguro, Cali.
—¿En qué se convierten las almas humanas si no son evaluadas y se quedan vagando aquí?
—Calixta, no querras saberlo —intervino Görhil en un acto que parecía ser protector, igual que lo hacía su padre.
—Ella tiene derecho, hijo. De todas formas se va a enterar.
—El palacio está cerrado, tienen a dos ángeles allí, padre. Sabes lo que eso significa, podría ser igual que la última vez.
—Oigan... —Calixta alzó la voz, sintiendo los nervios en su pecho— Yo podría irme justo ahora, dejar todo este asunto, pero por alguna razón estoy aquí, ¿no? Y ustedes han sido tan gentiles conmigo. Creo que al menos merezco saber algunas cosas.
Görhil volcó los ojos, un acto tan humano y gracioso que hizo a Calixta morder su labio superior y ocultar la risa.
—Ella tiene razón, hijo. Debemos ayudarla a entender todo esto mejor.
Los pajarillos se escuchaban silbando con gracia tras los pinos. El sol blanco se ocultaba entre las nubes. Probablemente eran cerca de las doce del día, si es que el tiempo funcionaba igual. Gödmel se sentó sobre sus patas traseras, muy cerca de un tronco caído, dejando de remover el caldo. Enrolló su cola y se dispuso a relatar.
—Tengo entendido que ustedes, los humanos, llaman a este lugar El limbo. En realidad se llama Harresë —Görhil le dio esa mirada de "te lo dije"—. Nos dividimos por distintas áreas: el Valle Mentür, Valle Löar, Valle Belbäc y Valle Sergül dominan el oeste, luego el Campo Tëmdar, Campo Hümdar, Desierto Siltën y Desierto Cör al este, las Montañas Secas al norte y finalmente las Montañas Blancas al sur.
—Vaya, son nombres muy raros —dijo Calixta, mientras sostenía en su dedo una diminuta mariposa—. Quiero decir, no son comunes al otro lado del espejo.
—Lo sé, y eso está bien —sonrió Gödmel—. El Imperio Harresë es el centro de todo. Es allí donde llegan las almas humanas para ser evaluadas. Se decide quién va al descanso eterno o quién puede quedarse en los campos, que es donde están los humanos.
—A ver si entendí. Las almas aceptadas a quedarse... ¿no van al cielo?
—No. El cielo es otro cuento humano, algo que se han inventado para que ustedes tengan esperanza. En los campos es donde encontrarás humanos que han optado por quedarse, ya que, al ser aceptados, ellos deciden al final lo que quieran. Te sorprenderá saber que no todos aprovechan la oportunidad.
—Y... cuando dices descanso eterno, ¿te refieres a la muerte? —ella temía conocer ya la respuesta.
—...
—Eso es un sí —respondió Görhil por su padre—. Las almas desaparecen para siempre.
—¿Y si escapan como ha sucedido ahora?
—Se convierten en demonios.
Los ojos de Görhil chisparon ante su propia respuesta. Por alguna razón Calixta tuvo la sensación de que aquella palabra lo ponía muy incómodo.
—¿Y... —ella prefirió no hacer la pregunta que realmente deseaba— quién gobierna en el Imperio?
—Bueno, dicen que el mismísimo Yertum, pero nunca nadie lo ha podido asegurar. Las murallas están diseñadas para que nadie entre ni salga.