Las melodías más hermosas siempre provienen de los corazones más heridos.
James A.
Abraham controló desde su planta el ultimo riego en las hectáreas, desde su puesto pudo ver como lentamente se abrían para regar, y los trabajadores recorrían cada centímetro de esas tierra verificando que todas funcionaron perfectamente. Después de una hora, uno de los que estaba a su mando habló diciendo que todo estaba correctamente, y Abraham cerró todo, tecleó en la laptop mandando el informe diario, la cantidad de agua, fertilización y cualquier problema en el campo.
Pasada de las tres cerró todo y dio por finalizada su jornada, hoy por más tiempo, él mismo se tomó el tiempo de admirar la caña de azúcar, la gente trabajando y el sol en el punto más alto, ¿quién podía imaginar que el frío pisaba esas tierras?
Sacó su tarjeta y pidió que la sellaran con la hora de salida, debía correr, porque se encargaría de los rebeldes del pueblo como eran llamados, los ayudaba y orientaba, a veces hacía de psicólogo. Mucho de esos niños solo necesitaba amor y comprensión.
― ¿Me llevas? ―Abraham se sacó el casco viendo a Manuel correr hacia él con el rostro cansado, grandes ojeras y apenas esos ojos brillando―. Eh, que fui a buscarte a tu planta pero tú ya habías volado.
―Tengo que estar con los muchachos. Así que sube tu gordo trasero que llevo prisa ―bromeó tendiéndole el casco y Manuel sonrió subiendo a la moto. Poco se habían visto últimamente y es que la gente hablaba en el pueblo y eso Abraham odiaba.
Todos decían que Sara gritaba en las noches y las pocas veces que la habían visto en el patio, tan delgada y tan triste. Algunos decían que su ex esposo la maltrataba, otros que se drogaba, pero solo la familia sabía la verdad. Él había deseado verla, pero ella no quería ver a nadie y no podía forzar aun cuando quería ayudarla.
Así que, en secreto, había hablado con una amiga suya que era psicóloga, que viniera al pueblo a dar una charla, él se encargaría de llevar folletos por todo el pueblo, al menos para que Sara pudiera ver y se diera la oportunidad de soltar lo que le quemaba el alma.
Fue dejando a Manuel y aunque quiso mirarla más tiempo, ahí donde se encontraba sentada en el pequeño balcón, él rápidamente se despidió, iba a darle el tiempo necesario y sabía que la presencia de los hombres la incomodaban, y tal vez la suya aún más.
Se bañó y cocino rápido, mientras comía, se estaba vistiendo y cada tanto veía la hora, dándose cuenta lo retrasado que iba. Tomó las llaves y el casco saliendo en dirección a la iglesia encontrándose con el grupo de los muchachos que se conformaban de doce, diferente edad y sexo.
Sonrió cuando los vio quejarse, gruñir y hacer desorden mientras el cura se desesperaba tratando de jalarse los pocos cuatro pelos que tenía. Cuando Abraham llegó, el hombre sonrió alejándose de ahí, como si el ángel hubiese llegado, los muchachos se callaron y él reconoció la cara de todos en especial de la pequeña parejita que hace meses se miraban pero no daban el siguiente paso.
― ¡Se ha tardado! ―se quejó Pablo de trece años, era el más hablado y revoltoso de la clase.
―Seguro su novia lo tiene entretenido ―señaló Nora sonriendo divertido.
―O novio. ―añadió Gerald de trece años, atrás el cura miró con curiosidad a Abraham y éste negó divertido, la última chara habían hablado sobre el respeto hacia las personas, hacia su orientación sexual, más viviendo un pueblo tan cerrado.
Dejó su pequeño maletín y sacó de su mochila varios folletos de pinturas, de literatura y grandes pianistas, y aunque no era un gran conocer, se destacaba con su pequeño secreto oculto en una de sus habitaciones.
― ¿Riendo con Henry? ―inquirió Alberto, de dieciocho años, los demás fueron hacia la imagen del libro con la introducción, la leyeron y algunos hicieron mala cara. Él trajo una silla sentándose lo más cerca de ellos, viéndolos, tan jóvenes y tan llenos de vida, quería protegerlos, tal vez por eso los había puesto bajo su ala para cuidar de ellos.
―Es del escritor limeño, Nerón ―sacó el viejo libro y lo sostuvo, lo tenía desde hace años, tenía todos los libros de ese escritor pelirrojo, lo siguió hasta que hace años dejó de publicar y se asumió que murió, pero debería rescatar las grandes novelas que había creado, se preguntaba si alguno de esos libros era real, algo de lo que había escrito era verdad―. Habla del amor, de dos amantes que viajan a Paris y se enamoran de la ciudad, se enamoran ellos mismos, recorrer la ciudad sin soltarse la mano y él se pregunta si aquello es un sueño, si tal vez ha muerto y el diablo juega con su mente.
Notó el interés de todos y sonrió, apretó el pequeño maletín con dos copias que había conseguido, así harían grupos y leerían el libro. Eso los mantendría alejados de los problemas.
―Cada momento al lado de ella es como un recorrido al paraíso y más cuando ella le dice que lo ama, que no puede vivir sin su amor, pero el boleto al paraíso ha terminado y...
― ¡¿Y?! ―exclamaron todos al unísono y Abraham escuchó las risas del cura atrás suyo, él se recargó en la silla viéndolos con una sonrisa en los labios―. ¡Ya pues, Abraham!
―Y harán grupos de tres, leerán el libro y la próxima vez me contaran que les pareció ―sonrió viéndolos agruparse y él entregar los libros, se peleaban por quien leía mejor, que por que Silvana tartamudeaba, que Marc no vocalizaba, pero ahora se llevaban mejor, ahora ya no peleaban entre ellos, se cuidaban.
El moreno aprovecho al verlos entretenidos para acercarse al cura que estaba revisando unos papeles que le habían entregado, al notar la presencia de él sonrío, nunca terminaría de darle las gracias por lo que estaba haciendo.
―Padre, ¿Dónde está Iván? ―preguntó por el pequeño niño de cabello rizado, era el más joven de todos y el más callado. Ante la mención del nombre del niño, el padre hizo una mueca―. ¿Padre Javier?
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Editado: 25.08.2021