Cuando llegó a París, se dio cuenta de que había muchas cosas en su interior que permanecían encerradas en un oscuro baúl bajo el resguardo de los miedos. Años enteros había estado limitada por la ausencia de esos elementos vitales que yacían encadenados y presos. Como resultado, era víctima constante de situaciones extrañas que la sumergían en depresiones dolorosas, ratos amargos llenos de tristeza, ansiedades profundas y malos presagios perseguidos por la esperanza en el fracaso.
Todo eso tenía una explicación psicológica y lo sabía muy bien. Sin embargo, no era cosa fácil el hecho de luchar día a día contra el peor de los adversarios y sus malévolos poderes: ella misma.
A veces quería engañarse repitiéndose en sus oídos que los monstruos de su cuerpo la estaban chancomiendo en todos los sentidos. Aunque tal cosa fuera – en parte – cierta, no dejaba de formar parte de la misma lucha que había desencadenado desde el principio de su pubertad. Eso era parte del proceso, pero no lo era todo de él. No era fácil. Nadie dijo que lo sería. Sólo los poseedores de vida saben lo complicado que es ejercer un cambio. Los muertos no.
Y ella había estado muerta. Las condiciones de su existir la habían asesinado de la peor manera posible, sin dejar rastro de lo que alguna vez había sido. Quizás nunca se había percatado, pero sus días vivían en un bucle de tortura de las cuales no podía escapar. A partir de entonces, no podía soñar; no tenía fe ni confianza, mucho menos la creencia de que algo bueno – grandioso – podía ocurrir en su vida. Sin querer, se había suicidado arrojándose al vacío de la nada.
Aquello tenía una explicación de ser. Sí, pero no era motivo suficiente para morir.
Y cuando los días en París habían transcurrido, se dio cuenta de ello. Siempre había poseído un par de alas sobre su espalda, pero nunca las había usado. Dios le había regalado las virtudes para formar una persona llena de belleza y resplandor. Los demás caían ciegamente enamorados al conocerla. Pero ella, a pesar de todo, era incapaz de alcanzar la felicidad que se escondía en su interior. Desconocía cuales eran los alcances del brillo de sus ojos. Por más sonrisas que dibujara en su rostro, nunca aprendió a dibujarlas en su corazón.
No obstante, ella era consciente de todo.
Respiró profundo… exhaló los malestares que obstaculizaban su visión. No la de sus ojos, sino la de su alma. Se percató entonces, de que necesitaba una verdadera revolución para desatar el espíritu reprimido por las bestias. Exigía un gran y potente cambio; uno que fuera total.
La decisión ya estaba tomada. Nunca más regresaría al averno en el que había estado prisionera. Era pues, momento de un Cambio de vida.
Temores y pesadillas. A partir de ahora les cambiaría el color gris para colocarles el azul. Exportaría la magia de sus encantos y la usaría para transformar el infierno en un nuevo paraíso. Tomaría todos los riesgos, sin importar la gravedad. Se aventaría al abismo de la vida y usaría sus alas por primera vez. Llenaría de felicidad hasta el último rincón. No habría tiempo para dudas. Estaría lo suficientemente ocupada enamorándose hasta de su propio nombre:
Beatrice: portadora de beatitud y felicidad.
Un Cambio de vida…
Una nueva Beatrice.
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El acto más puro de una persona, es aquel en el cual el amor sincero se pone de manifiesto. El amor a la vida, al universo, al contraste perfecto de lo oscuro y lo luminoso; a la unión de las piezas que nacen para estar juntas.
En cualquiera de ellos sobresale la belleza más profunda del ser humano. Hasta los deseos más oscuros tienden a cambiar su color, y los íntimos rincones del espacio, incluso aquellos de los cuales ni siquiera sabemos que existen, se ven ante el completo desnudo de la fuerza enérgica del amor. Todo gracias a ese sentimiento.
Claudio y Beatrice desnudaban sus seres con disparos mortales de miradas confusas y ansiosas. Sus temblorosas manos sucumbían de emoción al estar unidas en la antesala de tan hermoso acto. Sólo ellos conocían a la perfección el delicado deleite que provocaba el poder de sus propias miradas y el de sus sonrisas al unísono. Una magia incomparable que los cubría bajo el manto de los mares extensos de placer. Eran minutos lentos, largos y duraderos que escapaban de toda percepción. La unión de sus cuerpos y el rito pertinente eran una misa religiosa de ciega pasión donde reinaba la más rara de las locuras. Ambos se desconocían el uno al otro en la oscuridad, pero sentían intensamente lo mismo en cada instante que la piel con la piel rozaba…
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Editado: 13.01.2019