En una noche densa y oscura, las llamaradas del fuego encendido por el deseo y la pasión, ardían como nunca antes.
En completa oscuridad. A la luz de la nada.
Sus cuerpos desnudos generaban grandes olas de calor que se extendían con las frecuencias del viento, quemando todo a su paso como un huracán.
En ellos no había más que el tu y yo. El uno por el otro. Lo demás, simplemente dejaba de importar y pasaba a ser parte de la noche que los sumergía en sus abismos.
No existía nada que se comparara al infierno que estaban desatando. En ellos, toda la energía se concentraba en un gesto, en una caricia, o en un movimiento. La naturaleza les había regalado el don de sus cuerpos, para que, en un momento como ese, se complementaran y unieran como uno solo, tal como sus almas lo estaban.
Independientemente de lo que suceda en sus vidas, de todos los problemas que estuvieran enfrentando, y de todos los desafíos que estaban por llegar, todo se resumía a eso. Todo en absoluto giraba en torno a la unión que habían creado y que cada vez se fortalecía a gracias de su amor. Podían pasar miles de tormentas huracanadas… Pero nada podría contra algo así.
No era magia. Tampoco química. Era algo sin nombre cuyo concepto y descripción era desconocido para el ser humano. Pero, al fin y al cabo, ahí estaba, presente en ambos y más vivo que nunca. Ahí estaba, haciendo crecer la intensidad de la infernal tortura de placer y extendiéndola más allá de sus cuerpos.
Todo se resumía a eso.
Y gracias a eso, todo había sucedido.
A la mañana siguiente, Beatrice despertó con una fuerte nausea controlando sus sentidos. Era ya la tercera vez que sucedía en lo que iba del mes y no encontraba una explicación lógica que satisficiera sus preguntas.
Cuando el olor se intensificó – olor que sólo ella sentía – una helada capa de oxígeno abrazó su mandíbula mientras la obligaba a escupir lo que sea que tuviese dentro. El frío se extendió por todo su cuerpo y congeló sus músculos hasta el punto de hacerlos temblar.
La cabeza le dio vueltas por un instante. El único remedio que encontró, fue recostarse sobre la almohada de su cama para tratar de disipar los malestares.
¿Qué? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Por qué?
Otra vez, las respuestas a sus preguntas quedaron vacías.
Pensó por unos minutos hasta que el sueño la invadió y la tumbó por largas horas… que corrieron como si fueran segundos.
Al despertar, la mala vibra había desaparecido por completo, pero dejando un mar de dudas sobre su cabeza. Tres veces en lo que iba del mes. ¡Tres veces en casi dos semanas! Era imposible cuestionarse sobre la razón de los males que la afectaban, sobre todo cuando tales males la golpeaban tan seguido.
- Seguramente tengo algún desorden – fue lo primero que pensó.
No obstante, muy en el fondo (aunque no quería creerlo) tenía la leve curiosidad de saber si se trataba de algo más. Algo que nada tenía que ver con algún desorden de cualquier tipo.
Fue entonces, cuando – sin querer – fue a la farmacia a comprar una prueba de embarazo… para descartar la posibilidad, claro está.
Los minutos pasaron fugaces. No supo con exactitud cuáles fueron las emociones de su cuerpo al ver el resultado.
Alegría, furor, felicidad. Una combinación de todas – o tal vez ninguna conocida – que en aquel preciso momento la hacía brincar, gritar, llorar, sonreír… y un largo he interminable etcétera.
Le informó a todos: a su mamá, a su papá, a sus tías, a sus tíos, a su hermana, a sus primos… y hasta brindó una oración al cielo para contárselo a sus abuelas, que de seguro tenían las mismas emociones que ella en aquel instante.
Claudio – obviamente – no podía quedarse atrás.
Sin embargo, no podía hacerlo de una forma simple y sin gracia, sino que tenía que hacerlo de la mejor manera. Tenía que sorprenderlo y hacerlo brincar de emoción tal como ella lo hizo. Tenía que decirle, como nunca antes le había dicho algo. Tenía que hacerlo reír, hasta hacerlo morir de alegría.
Eso. Eso tenía que hacer. Además, no podía olvidar que estaba a punto de darle la mejor noticia de su vida.
¡El resultado había sido positivo! ¡Él sería papá!
Según los médicos, el embarazo tenía dos meses, y gracias a Dios, no había peligro alguno que amenazara con el pleno desarrollo del feto. Así pues, en menos de siete meses estaría en sus brazos Gabriel Alejandro Gonzáles Martínez, o bien Ivania Francisca en caso de que fuera niña.
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Editado: 13.01.2019