Caos

Uno

𝕌ℕ𝕆

En Vitam los demonios tienen rostro de ángel,

y el pecado sabor a victoria

 

Vitam era una escuela diferente, adaptada para personas anormales. Cuando cumplí los nueve años mi abuela me enseñó que, lo más importante, lo que definiría mi vida por completo, era saber cómo ocultar mis habilidades porque, según ella, si alguien se enteraba que formaba parte de los cuatro, ni rezando de rodillas recuperaría mi libertad y terminaría justo ahí: en esa academia que exudaba terror.

Por ello, me resultaba falaz imaginar la forma en que me había entregado a las autoridades de Lancelot —el pueblo en el que vivíamos desde que recordaba. A veces me parecía un lugar fantasma, sin embargo, los ciudadanos nunca se iban; incluso, en los tiempos donde esos detalles me generaban interés, llegué a imaginar que abandonar aquel vulgo estaba prohibido— y es que carecía de sentido,  ¿para qué delatarme? ¿con qué objeto luego de haberme educado?

No conseguía dejar de darle vueltas; las incógnitas rondaban mi cabeza, danzando, girando, sin darme paz. No obstante, me ordené acallar las voces en mi interior una vez estuve dentro de la academia; era consciente de que no había forma de escapar, pero quizá si memorizaba las entradas podría tener oportunidad…, o tal vez no.

—¿Loralie Sander? —mencionó una mujer que, por su apariencia, podría rondar los treinta; su cabello rizo y tez oscura resaltaban con fogosidad.

—¿Quién es usted? —rebatí cuando los hombres que me guiaban se detuvieron.

Una sonrisa de dientes demasiado blancos fue su reacción; asumí que debía estar adaptada a actitudes como la mía, porque no hubo rastro de fastidio en su expresión.

—Bienvenida —dijo, con un tono tan meloso que sentí un pinchazo de desconfianza en el pecho—. No me alargaré mucho, sé que debe estar cansada —hizo un ademán en dirección a mis acompañantes y ambos, con una rapidez bastante curiosa, dieron la vuelta y se perdieron a través del pasillo—. Por cierto, un gusto conocerla, mi nombre es Joane Grassi y me encargo de mantener este lugar en orden —no compartí la diversión en su voz—. Según tengo entendido pertenece al clan agua, ¿verdad?

Existían cuatro clanes; estaban los de agua, los de aire, los de fuego y los de tierra. Cada uno poseía una cualidad distinta, pero igual de problemática para la sociedad y, por ello, así como existían personas en cada clan, existía Vitam para mantenerlos bajo control.

—Al parecer —mascullé.

—Genial —fruncí el ceño; ¿de verdad le resultaba genial o me estaba tomando el pelo?—. Acá tenemos muchos como usted, le aseguro que podrá llegar a sentir este como su hogar. Después de todo, ahora lo es —amplió su sonrisa—. En el segundo pasillo está su habitación, es la sexta puerta; la reconocerá por el grabado en la madera. Su horario y uniforme ya deben encontrarse ahí, además de un documento con las reglas de la institución. Es imprescindible que respete cada cosa estipulada, ¿he sido clara?

—¿Qué ocurre si no lo hago? —cuestioné, enarcando una ceja.

La felicidad en su rostro se enfrió.

—No querrá saberlo, señorita Sander.

Achiqué los ojos; lo había percibido como una amenaza y sabía, de antemano,  que en esa academia no podía confiar en nadie.

—Espero sepa comportarse adecuadamente —continuó—. Para culminar, quiero exhortarle que no todos los rumores son ciertos, ¿comprende? —no me permitió responder—: puede aprender mucho de Vitam; las personas que forman los cuatro, tienden a ser… interesantes.

Las preguntas se agudizaron; ¿a qué se refería? ¿y, si no todos los rumores eran ciertos, cuáles sí?

—Una vez más, sea bienvenida.

Posteriormente, se alejó con el repiquetear de sus tacones negros. La idea de correr hacia la salida invadió mi mente y, al momento de girar, me topé con los siete guardias que custodiaban el pasillo que dirigía a la entrada; ninguno me miró, pero casi pude sentir cómo se reían de mí, mofándose: «salir de aquí es imposible…, al menos con vida».

◦ ❖ ◦

 

El grabado del que Joane hablaba era una gota de agua dorada que, a simple vista, parecía demasiado pulcra y, en su interior, relucía el número de la habitación.

Poquísimas veces en mi vida había admirado un detalle tan sencillo que inspirase tanta… arrogancia. Crecí entre suciedad, trabajando para contribuir con mi abuela y enviarles dinero a mis padres; por ende, lo más costoso que obtuve, hace años, fueron unos zarcillos de acero que terminé obsequiando a Axelle por su cumpleaños cincuenta y dos —los cuales jamás usó— y hallarme de repente en un sitio tan grande que emanaba soberbia y escrupulosidad, se sintió erróneo.

Giré la manija, escapando de mis pensamientos, y entré.

—¡¿A ti qué carajos te ocurre, idiota!? —gritó una voz femenina.

—¡¿Tienes que hacer un escándalo por todo?!

El tiempo pareció detenerse cuando crucé el umbral; desde luego, nadie esperaba mi presencia. Una muchacha de cabellos rubísimos estaba de pie, observándome, sin poder creerse mi osadía de haber entrado en el momento menos preciso; otro chico, de melena casi blanca y cejas oscuras, yacía en el suelo, mientras una pelirroja se cernía sobre él, con las manos enterradas en su camisa y la cólera ondeando en derredor.




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