El reloj en la pared avanzaba, pero para Mateo, las horas eran interminables. La casa se había convertido en una prisión, y el tiempo, en su verdugo. Se movía en automático, casi como un fantasma, sin rumbo. Sabía que la cuarta carta estaba por llegar. Lo presentía en el aire, en la tensión que crecía dentro de él, como una marea que amenazaba con ahogarlo. No había paz, solo espera.
Cuando el cartero finalmente tocó la puerta una fría mañana, Mateo no corrió al buzón como en otras ocasiones. Esta vez se quedó quieto, como si pudiera detener lo inevitable con solo permanecer inmóvil. El timbre sonó de nuevo, insistente, y entonces algo en su interior se rompió. Caminó con pasos pesados hacia la puerta, como un condenado dirigiéndose a su ejecución.
El sobre estaba ahí, tan blanco y puro, en contraste con el caos que revolvía su interior. Lo tomó con manos temblorosas y, en lugar de abrirlo de inmediato, lo dejó en la mesa del comedor. Esta vez no podía enfrentarse a las palabras de Clara. No después de las últimas cartas que lo habían dejado despojado de toda defensa.
Se sirvió un vaso de whisky y se sentó frente a la ventana, mirando el jardín descuidado. Los árboles desnudos y el césped marchito eran el reflejo de su propio estado. Mientras bebía, los recuerdos lo inundaban. Cada sorbo parecía traer una nueva imagen de Clara: su risa, su voz suave, la forma en que su cabello caía sobre sus hombros cuando inclinaba la cabeza para leer un libro.
Pasaron horas. El sol se hundía lentamente en el horizonte cuando finalmente reunió el valor para acercarse a la mesa. Tomó el sobre, lo abrió con cuidado y comenzó a leer.
“Querido Mateo,
El silencio entre nosotros se ha hecho tan profundo que a veces me pregunto si aún estamos vivos en esta casa. Siento que te has ido mucho antes de que mi cuerpo comenzara a debilitarse. ¿En qué momento nos perdimos? Me he hecho esa pregunta tantas veces… Y aunque no tengo una respuesta, sé que mi corazón aún late por ti, incluso en este vacío.”
Mateo apretó los dientes, intentando contener el dolor que esas palabras le producían. Había huido de ese silencio, había preferido esconderse en sus ocupaciones, en el alcohol, en cualquier cosa que le permitiera no enfrentarse a Clara, no enfrentar su propio fracaso como esposo. Pero ahora no había más distracciones. Solo quedaba él, las cartas y su culpa.
Clara había sabido todo el tiempo que algo estaba mal, que había un abismo entre ellos. Y aun así, había seguido amándolo, aferrándose a una esperanza que él nunca le devolvió. La carta continuaba:
“Hay noches en las que no puedo dormir, y me pregunto si en algún lugar, en algún momento, podríamos habernos salvado. Si hubiera hecho algo diferente, si hubiera dicho las palabras correctas… ¿O quizás fue mi enfermedad la que nos separó? He visto cómo te alejas, y no puedo culparte por ello. A veces creo que mi dolor fue demasiado para ti.”
Mateo dejó caer la carta sobre la mesa, incapaz de seguir. Las palabras de Clara le quemaban. ¿Cómo podía pensar que la enfermedad había sido lo que los separó? No era su fragilidad física la que lo había hecho huir. Era él mismo, su propia incapacidad para amar, para ser vulnerable. Había sido un cobarde, escondiéndose tras la máscara de la indiferencia, creyendo que así evitaría el dolor. Pero el dolor ahora lo perseguía, mucho más fuerte de lo que jamás habría imaginado.
Se levantó bruscamente, tirando la silla al suelo, y comenzó a caminar por la casa como un animal enjaulado. Las paredes parecían cerrarse sobre él, cada habitación le devolvía recuerdos de Clara: su risa, sus lágrimas, su bondad incondicional. Todo lo que él había destruido.
El eco de sus pasos resonaba en el vacío. Cada sonido, cada golpe en el suelo, le recordaba que estaba solo. Clara se había ido, pero no del todo. Sus cartas la mantenían viva de una manera perversa, como si la muerte hubiera sido incapaz de llevársela por completo. Y eso, más que cualquier otra cosa, lo atormentaba. Porque Clara había dejado este mundo con amor, con perdón, mientras que él permanecía atrapado en el pozo oscuro de su culpa.
Mateo se detuvo frente al espejo del pasillo. Su reflejo le devolvía la mirada, un hombre envejecido antes de tiempo, desgastado por los fantasmas que lo acosaban. El hombre que había sido cruel, egoísta, incapaz de sostener la mano de la mujer que más lo amó. El hombre que ahora no tenía más que las sombras de su pasado.
Con un impulso, levantó el puño y golpeó el espejo. El cristal se rompió en mil pedazos, reflejando su imagen en fragmentos distorsionados. La sangre comenzó a brotar de sus nudillos, pero el dolor físico apenas lo afectaba. Era un dolor menor comparado con el tormento que sentía por dentro.
Se dejó caer al suelo, entre los pedazos de vidrio, con la mano sangrando. El frío del piso lo abrazó mientras las lágrimas que había contenido por tanto tiempo comenzaron a caer. Era la primera vez que lloraba desde que Clara murió. Pero las lágrimas no eran de redención, eran de pérdida. De haber perdido a la única persona que realmente había creído en él, que lo había amado, a pesar de todo.
Las cartas seguían ahí, esparcidas sobre la mesa, como testigos mudos de su derrota. Sabía que seguirían llegando, y sabía que cada una de ellas lo empujaría más y más al abismo. Porque no había escapatoria. El perdón de Clara, su amor, todo aquello que ella había sido, lo condenaba a vivir con la certeza de que él nunca la había merecido.
La noche cayó sobre la casa, envolviendo a Mateo en la oscuridad. Pero dentro de él, la tormenta aún rugía, con la fuerza de mil recuerdos que lo arrastraban hacia el fondo.
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Editado: 18.09.2024