Casi Angeles I

Capítulo 2: Dos compromisos

En lo primero que pensó Marianella apenas intuyó cómo sería su destino en ese lugar fue escaparé, al llegar a la Fundación BB, Marianella miró sorprendida la casa en la que viviría. El imponente portón de hierro labrado se abrió para darles paso, y ahí mismo Justina comunicó la primera regla.
 

—El porrrtón se cierra a las seis de la tarrrrde, y nadie puede salir ni entrar después de esa hora.
 

Bartolomé la miró con severidad, ya que esos modos sólo generaban aprehensión en los niños. En cambio él los trataba con una edulcorada ternura. Sabía que había un tiempo, rocoso, para ganarse la confianza de los purretes y así poder iniciarlos en la inefable tarea para la que eran reclutados, pero Marianella desconfiaba más de la sonrisa temblorosa de Bartolomé que de los ojos de lechuza de Justina. 

Mientras recorrían la galería que conducía a la puerta principal la diminuta rebelde observaba la clásica construcción del edificio. Y creyó ver que una horrible cabeza de bicho —una de las gárgolas que ornamentaban el frente de la mansión giraba a su paso. Ese lugar le daba miedo, tenía algo siniestro como un susurro de peligro. Por pura intuición se aferró a la pequeña bolsa sucia y raída que traía entre sus brazos. La pesada puerta de madera se abrió y Marianella sintió una súbita caricia de la calefacción, algo difícil de apreciar si no se había padecido realmente el frío. Tener frío en invierno es algo que conocemos todos, pero vivir a toda hora con frío es algo muy distinto. Un frío que cala los huesos, que se siente como un dolor crónico, que no se calma con nada. Así eran los inviernos de Marianella y de todos los chicos que vivían en el orfanato. Por eso, cuando dio un paso dentro de la sala calefaccionada, la invadió una repentina emoción, y por un momento llegó a confiar en que su suerte de verdad había cambiado. Pero pronto se anotició de la segunda regla:

—Este sector está prohibido para ustedes. Nadie puede entrar en la sala sin autorización. Y bajo ningún punto de vista se puede subir a la planta alta. ¿De acuerrrdo? —siguió advirtiendo Justina, remarcando mucho las erres.

Y de inmediato la condujo al sector donde viviría. Una pequeña puerta frente a la escalera conducía a la fundación propiamente dicha. Apenas la atravesó, notó el cambio. Ya no había allí paredes revestidas en madera pintadas de color azul oscuro, ni pisos de mármol azul y blanco, ni hogar a leña, ni olor a lavanda, ni enormes cuadros de personas viejas, ni objetos dorados, ni estatuas desnudas. Detrás de la puerta, había paredes blanqueadas a la cal, pisos de madera resquebrajada y olor a humedad. Y frío. El mismo frío de siempre. Que la pequeña ingresara por la puerta principal, para luego negarle ese privilegio y conducirla al lugar gélido y horrible en el que viviría, no era simplemente un juego cruel y perverso. No. Era una estudiada manera de mostrarle todo lo que no tenía ni tendría jamás. Era una forma de someterla, de forzarla a aceptar su destino.

Después de recorrer el estrecho pasillo que comunicaba la sala principal con el sector de los menores, llegaron hasta una especie de patio interno, techado. El frío bajaba desde la chapa del techo como una nevada invisible. En el patio había algunos pupitres, pero ningún libro. Y sobre una pared, un pizarrón, sin rastros de tiza. Era evidente que esa especie de aula escolar no era usada con esos fines. Detrás de los bancos había dos puertas de madera con varias capas de pintura saltada. Se podía advertir que las puertas habían sido pintadas primero de verde, luego de rojo, después de blanco y por último de verde otras vez; pero habían mezclado pintura sintética con látex, y no habían rasqueteado bien la madera. Eso era algo evidente para Marianella, que conocía mucho de oficios tales como pintura, albañilería, electricidad y plomería. Justina, que llevaba sus manos recogidas a la altura del pecho, separando apenas una mano para señalar lo que iba mostrando, le indicó una pequeña puerta al fondo.

—Ése es el baño. Se bañan cada dos días, cinco minutos nada más, sino se acaba el agua caliente —dijo amenazando y la miró como advertida de un peligro—. ¿Sos de rrrrresfriarte seguido vos? —Marianella negó con la cabeza, en silencio—. Más te vale... acá —expresó acentuando en exceso la última <<a>> y señalando el piso—, acá nadie se enferma. Acá no queremos llantos ni niñitas. Acá no queremos quejas, ¿está claro?

Marianella ni siquiera asintió, sólo la miró con profundo desprecio. Justina sonrió con sorna, la mocosa era rebelde y osaba desafiarla con la mirada. Se le acercó, intimidante.

—Acá no sobreviven los rrrebeldes, ¿sabés? —remarcó mientras miraba con curiosidad la bolsa sucia y raída que joven sostenía entre sus manos—. ¿Qué tenés ahí?

La pregunta, casi una acusación, sobresaltó a Mar.

—Cosas mías —contestó en guardia.

Justina abrió grandes sus grandes ojos, y su pelo pareció erizarse.

—Acá no hay nada tuyo. Acá todo es de todos. Acá todo se comparte. ¿Está claro? —y sin esperar respuesta, señaló una de las puertas—: Cuarto de los varones. Prohibido para las mujeres.

Abrió la puerta, y le indicó que pasara con un gesto. Marianella entró en la habitación.

—Y éste es el cuarto de las mujeres. Acá vas a dormir vos. Esa cama está libre. En el placard tenés sábanas; haz la cama, cámbiate de ropa y andá para la cocina —giró con precisión sobre su eje y se dispuso a salir. Antes de cruzar la puerta, agregó—: En el placard hay ropa de una chica que ya no está entre nosotros. Algo te tiene que ir —fue lo último que dijo antes de salir.

Marianella observó, aún aturdida, la habitación. Se parecía bastante a la mayoría de las habitaciones comunes de los orfanatos, pero en ésta había menos camas. Y, debía reconocerlo, los cubrecamas eran más lindos. Se sintió aliviada: por fin estaba sola. Se sentó en el colchón inferior de una cama marinera, abrió la bolsa que traía consigo y sacó un par de guantes de box. Los olió, le encantaba el olor a cuero, y se colocó uno. En ese momento, de la parte superior de la cama marinera, apareció el torso de un adolescente rubio. Estaba colgado como un murciélago, sonrió, casi teatral, y le preguntó:



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En el texto hay: casiangeles, crismorena

Editado: 05.04.2024

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