Al día siguiente, dotado de valor Rubén declaró que aquella mañana dejaría su miedo y vergüenza atrás para declarársele a la hermosa Elizabeth. Ya era conocedor de lo que sucedía con los pretendientes de esta mujer, y bien podría anticipar que Sara terminaría rechazándolo, pero al menos tendría la oportunidad de intentarlo.
—Esto es una estupidez. No voy a poder —molesto se dejó caer en las ramas del roble, arrojó una rosa al vacío y después se puso a maldecir.
No entró a las primeras clases, decidió que ese tiempo lo ocuparía para ensayar su declaración; debería escoger un lugar apartado, lejos de todas las personas que se burlarían cruelmente de él si lo rechazaban, pero al no sentirse capaz de hacerlo, optó por comenzar a dibujar. El dibujo era algo que manejaba bien; en su mochila siempre cargaba un estuche de arte que Carlise le había regalado hace dos años, y este resultó un buen momento para utilizarlo. En pocas horas de trabajo, Rubén había creado un hermoso retrato a lápiz, porque aparte de haber dibujado a Sara Elizabeth, la calidad y determinación con los que estaba elaborado, resultaron incuestionables.
—¿También te gusta Sara Elizabeth? —una repentina voz lo tomó por sorpresa.
Rubén soltó el dibujo y los lápices salieron volando.
—No, no, no —lo declinó de inmediato—. Claro que no.
Observó como un delgado muchachito de mejillas rojas se tomó la molestia de recoger sus cosas, las sacudió y entregó como si lo conociera de toda la vida. El sujeto no pareció reírse de él, al contrario, le sonrió y alabó su trabajo.
—Dibujas muy bien —le dijo.
—Gracias.
—No era mi intención asustarte. Y bien, no has respondido a mi pregunta: ¿Te gusta Elizabeth?
—Te dije que no.
—Y yo no te creo.
Rubén quedó atónito ante aquel atrevimiento.
—¿Y bien? ¿Qué tanto te gusta? Porque no cualquiera haría un retrato de una mujer que no sea de su agrado.
—Bueno… quizá, sólo un poco.
—Con eso me basta. No sientas pena de decirlo, la mayor parte de estudiantes han intentado pretenderla, pero ella nunca ha dado señales de interés.
Los ojos de aquel misterioso desconocido parecieron danzar al brillo del sol. Por primera vez Rubén dejó poner su atención en alguien más que no fuese Sara, detalló cómodamente el lindo semblante de aquel muchacho de cabello castaño, nariz respingada y cejas pobladas, pues su apariencia natural bien podría darle semejanza a un tierno payasito de feria.
—Es una pena que Sara no se deje cortejar.
—Descuida, nada está tan perdido. Ya verás que habrá alguien que de verdad logre conquistarla.
—Me parece que ya hay alguien.
—¿Ah sí? ¿Quién? —el desconocido fingió inocencia.
—La vez pasada escuché cómo le mencionaba a su amiga Elaine el apellido de un tal Howard.
—¿Howard? Interesante.
—¿Lo conoces?
—Posiblemente. En este campus todos conocen a todos, pero muchos prefieren hacerse los desdeñosos. Por cierto, mucho gusto, me llamo Albert Steven Ross, pero puedes decirme Steven. ¿Qué hay de ti?
—Tal vez ya has escuchado hablar de mí.
—¿Debería?
—Sí. Desde que llegué al campus la mayor parte de personas se la han pasado burlándose de mi apariencia llamándome joto, afeminado, gordo y cerdo, entre otras cosas desagradables.
—¡Eres el nuevo! Ahora todo tiene sentido.
—En realidad me llamo Rubén Helman.
—Es un gusto saber tu nombre, y descuida, te prometo que a partir de ahora todos lo sabrán. Ven conmigo, tengo que presentarte a mis amigos.
El primer encuentro había resultado fácil, la conversación fluyó con naturalidad, pero cuando Steven mencionó a terceros, la introversión de Rubén lo obligó a quedarse quieto.
—¿Qué sucede? ¿Dije algo malo?
—No, pero, no soy bueno haciendo amigos.
—Rubén, no tienes nada de qué avergonzarte. Puede que al principio no te traten con tanta amabilidad —pensaba en alguien en particular—, pero con el tiempo te haremos sentir uno de nosotros.
Steven se volvió a él, le sujetó la mano y ambos caminaron a los campos abiertos del recinto universitario. Aquel contacto provocó una sensación extraña en Rubén; le dio tanto miedo que estuvo a punto de vomitar, pero a la misma vez resultó ser placentera.
Steven lo llevó a un claro del campo, los árboles de su alrededor parecían crecer en círculo, sus copas daban sombra, las aves cantaban, las ardillas corrían entre los árboles y el pasto seguía húmedo. Sentados en el centro de una monstruosa roca, se hallaban dos hombres: uno leía y el otro despedazaba un par de hojas secas.
—¡Oigan! —el grito de Steven hizo eco en la soledad— ¡Miren a quien he traído! ¡Es el nuevo!
Rubén volvió a sonrojarse, y cuando Steven soltó su mano, un enorme vacío se abrió sendero por su pecho. No quería volver a sentirse ajeno, el nuevo del salón, de la clase, del pueblo y de esta nueva oportunidad de vida. No quería volver a sentirse solo.
El chico moreno bajó rápidamente, no disimuló su sorpresa y de inmediato le sonrió.
—Hola —le dijo—, es un gusto conocerte. Me llamo Byron Russel.
Pero entonces la sonrisa de Steven fue remplazada por una seriedad culpable. Miró a su tercer compañero que no parecía estar interesado y exclamó:
—Erick, ahí viene Sara.
El muchacho apartó su atención del libro.
—¿Qué tan lejos viene? ¿Me da tiempo correr?
—No seas grosero Erick.
—¡Erick! —pero era tarde para intentarlo, Elizabeth había llegado a ellos con un letrero de propaganda en las manos y parecía estar muy entusiasmada—. Hola muchachos.
—Hola Sara —solo Byron y Steven correspondieron al saludo. Rubén estaba tan ocupado tratando de ocultar su sorpresa, que incluso se olvidó de respirar.
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Editado: 07.05.2024