Un día más que Kamille pasó tumbada en la cama de la enfermería. La enfermera la había mirado con mala cara, como quien reprocha a un niño que finge estar enfermo para no ir a la escuela. Había vendado su mano herida en silencio y la había abandonado ahí, sola con sus pensamientos.
Una vez más, Kamille Wheeler había tropezado con Lucas Vayne y una vez más, él había puesto su mundo de cabeza. No solo había perdido sus créditos extra, sino que ahora la chica tendría que pagar por el matraz roto, lo cual no debía de ser una pequeña suma. ¿Qué más podría salir mal?
―Eres un estúpido egoísta―soltó sin dirigirse a nadie en particular―. Tú puedes ser feliz con otra chica, pero tienes que venir aquí a volver a derrumbarme. ¿Qué es exactamente lo que quieres de mí? ¿Quieres torturarme, es eso? Debería haberle tirado a tu noviecita el matraz en la cara, así al menos habría valido la pena pagarlo.
Las preocupaciones inundaron la cabeza de la chica, haciéndola estallar en una crisis interna que sintió como un puñetazo en el estómago. La subida del estrés, mezclada con el dolor de estómago, le provocó a Kamille severas arcadas que la hicieron lanzarse corriendo hacia el baño de la enfermería y vomitar las dos latas de sopa completas que había comido unas horas antes.
En este punto, ¿qué podía salir mal? Exacto, todo podía salir mal.
Lucas
Retrocedí un paso y me apoyé junto al marco de la puerta de la enfermería. Tragué saliva con dificultad cuando escuché que la chica estaba vomitando. ¿Acaso…? Mi mente empezó a crear conjeturas de inmediato. ¿Anorexia? ¿Bulimia? Ahora podía entender por qué la había notado tan delgada, con las mejillas hundidas, aunque sonrosadas.
Esperé pacientemente hasta que la escuché volver a tumbarse en la camilla y luego entré. La cortinilla estaba echada alrededor de su cama, así que no podía verla, pero estaba muy seguro de que se trataba de ella. En el suelo lograba ver sus zapatillas blancas.
Me senté en la cama contigua, dudando si había hecho bien al venir. Abrí la boca para hablar y la volví a cerrar unas cinco veces antes de armarme de valor finalmente y decir:
―Hola.
Su respuesta no fue inmediata, lo cual me hizo dudar si estaba dormida.
―No quiero hablar contigo―espetó, y se removió, seguramente dándome la espalda.
― ¿Estás bien? ―pregunté de todos modos.
― ¿Y a ti qué más te da? ―refutó de mal humor.
Vaya, ahora sí que parecía odiarme. A lo mejor nos odiaba a todos por lo que había ocurrido en el laboratorio, o quizás solo estaba muy enfadada.
―Lamento que Bell te echara del laboratorio―me disculpé con toda la honestidad que pude proyectar en mi voz.
―Ya, pues no me interesan tus disculpas.
Me levanté de un salto y descorrí la cortinilla de un tirón, repentinamente frustrado por su constante actitud defensiva. Mi mirada se dirigió instantáneamente a su mano derecha vendada. Como lo había imaginado, me había dado la espalda y apretaba en su puño sano una cobija delgada que le cubría hasta la cintura.
― ¿Cuál es exactamente tu problema? ―exigí.
Ella se irguió torpemente, con la mandíbula apretada.
―No tienes ningún derecho a venir a cuestionarme―declaró―. Lo único que quiero es que te alejes de mí y de mis asuntos.
―Si lo que te preocupa es que le cuente a alguien lo que acabas de hacer…
―Pues ve y corre a contárselo a quien quieras si te apetece―alzó la voz―. Puedes terminar de arruinar todo lo que me queda si quieres. Solo desaparece de mi vista de una vez por todas―sentenció tirando de la cortinilla para volver a cerrarla.
Y así fue como terminó aquella discusión.
Dos veces. Solo le había dirigido la palabra solo dos veces y ya actuaba como si yo fuera la peor persona del universo. Estaba seguro de que un par de créditos no eran para tanto, pero una vez más me quedé en silencio. Luego de la manera tan feroz en la que me había mirado con esos ojos oscuros, y cómo me había juzgado sin siquiera conocerme, todos mis deseos de conocerla se fueron al traste.
Me ofendía el solo hecho de que pensara que yo sería capaz de divulgar sus problemas alimenticios solo por diversión.
Kamille
Una nueva oleada de ira me asestó un puñetazo en mi estómago débil. ¿Cómo se atrevía a venir aquí? Todo esto era su culpa, al fin y al cabo. Y estaba claro que me había escuchado decir que deseaba haberle lanzado el matraz a su noviecita en la cara. ¡E incluso me había amenazado con delatarme!
Ese definitivamente no era ni la sombra del Lucas del que me había enamorado. Parecía una persona totalmente distinta; parecía como si yo realmente no le importara nada, como si yo fuera una desconocida ante sus ojos; como si hubiese olvidado lo mucho que me había lastimado ya.
Toda mi furia interior me llevó al único lugar donde parecía que me comprendían.