Observé en silencio a través de la ventana del auto durante todo el trayecto. Tenía una fuerte jaqueca que no me atreví a mencionarle a mi padre; él estaba tan emocionado por finalmente poder inscribirme en la escuela de música, que no tuve el valor para pedirle que dejara de acaparar la conversación. Traté de sonreír cada vez que me miraba, y de corazón quería emocionarme, pero en el fondo de mi pecho la tristeza era más fuerte que yo.
Cuando mi padre me dijo que habíamos llegado y nos adentramos en el estacionamiento de un edificio color gris y cuatro pisos de altura en la avenida principal, agradecí que estuviera a tan solo quince minutos en auto de mi casa, así podía llegar utilizando el transporte público. Aunque admito que al bajar del carro, tomar el ascensor —que por cierto tenía música tan aburrida y desafinada que parecía un mal chiste— hasta el cuarto piso y ver la horrible decoración, mi agradecimiento se degradó a un sarcástico «yay».
Pensé que una escuela de música sería más viva, con colores alegres o quizá algunos adornos por aquí y por allá. Algo más artístico y menos burocrático, quiero decir. Por un momento creí que el «crack» que hizo el ascensor al marcharse fue mi corazón rompiéndose. ¿Acaso no conocen a los decoradores de interiores?
—Papá —pronuncié con inseguridad.
Para mí tomar clases de canto implicaba algo mucho más serio que un simple hobbie, que tal vez seguiría los pasos de mi madre y me dedicaría a la música, sin embargo después de lo acontecido con mi mamá casi cinco años atrás, pensar en eso me aterraba. Quise confesarle a papá que todavía no estaba listo para retomarlo, entonces recibí su mirada y encontré en ella esa chispa de emoción y orgullo que me hizo cohibir. Me faltó el valor…
—Es genial, ¿cierto, hijo? —Él me colocó una mano en el hombro y me acercó a su cuerpo en un abrazo. Bajé la cabeza antes de forzar una sonrisa.
—Sí. Gracias por traerme, me esforzaré —dije.
—Iré a hablar con Carolina para que la directora sepa que ya estamos aquí —comentó mi padre de inmediato. Estoy seguro de que vi sus ojos brillar al hacerlo—. Espérame.
Yo asentí con la cabeza, luego lo vi acercarse con galantería a la secretaria de la directora. Hace un par de año Carolina y mi padre trabajaron juntos en la universidad de ciencias sociales; él como maestro de inglés y ella como recepcionista, desde entonces son buenos amigos. De hecho, fue justo ella quien le informó de las inscripciones incluso antes de ser abiertas, por eso nosotros fuimos los primeros en llegar cuando fueron publicadas.
Recuerdo haber escuchado de forma tenue a Carolina diciéndole a papá que al hablar con la directora le solicitara la «beca de apoyo al talento» para asistir a la preparatoria del centro, ya que ahí se oferta la materia de iniciación a la musicología, eso me daría bases y podría ingresar sin hacer examen a la licenciatura en Musicología. Oírla me estremeció. Ese día entendí que papá siempre ha deseado que yo siga los pasos de mamá… hasta la fecha no sé si quiero eso.
No quise seguir escuchando, así que empecé a caminar por el pasillo para alejarme aún en contra de mis ansias de asegurarme que no ocurría nada entre ese par. Siempre pensé que mi padre tuvo un romance fugaz con ella por la forma en que se miran, mas nunca me dijo nada y no puedo probarlo. Detesto eso. Él debería respetar a mamá aunque no esté. Me detuve en el pasillo, recargué la espalda en la pared y cerré los ojos unos segundos pensando en ella. La extraño tanto que daría mi corazón por volver a verla.
Tarara-ra, ra-rara, ra-ra llegó de pronto a mí la tonada de una teclado suave y dulce, lleno de melancolía envolvente; hechizaba. Reconocí la melodía pero no logré identificarla al principio. Tararara-rara empecé a tararear las notas, una a una con la misma suavidad con que llegaban a mí. Abrí los ojos de golpe al notar que la melodía desafinaba, luego hubo silencio y la canción volvió a empezar. Era una práctica.
Empecé a caminar en dirección de la cautivadora tonada guiándome por ella. Descubrí que, dando vuelta a mano izquierda y hasta el fondo del pasillo, había una puerta ancha y grande de la cual provenía el sonido. Al principio estaba inseguro de entrar en la habitación, pero la majestuosidad de la canción siguió envolviéndome y, cuando me di cuenta, había entrado.
Tú estabas ahí completamente solo, acariciabas con los dedos un teclado largo y negro. Te miré en silencio mientras interpretabas, lleno de sentimiento, Just be Friends. Cerré los ojos una vez más y, en voz baja, empecé a cantar la letra en español conforme la recordaba. Los acordes llenaron mis sentidos. Estaba tan embelesado que fue como si el mundo desapareciera bajo mis pies; solo éramos el sonido y yo flotando en un cielo cubierto de luceros. Fue como volvernos uno mismo.
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Editado: 28.11.2019