Como ave cantando [magnet #1]

Capítulo 10

Agradecí a Adriana que me brindara su ayuda, le sonreí y regresé a casa para llamarte de inmediato. Conforme terminaba de marcar el número y el timbre iba en aumento al mismo tiempo que yo esperaba que respondieras, sentí que mi corazón se aceleraba. No entendía por qué de pronto me invadía semejante nerviosismo, supuse que eran mis ansias de que estuvieses a salvo.

—¿Hola?

—Stephen, hola —dije apenas reconocí tu voz. Una parte de mí temía que tu padre respondiera, o que simplemente no hubiese una respuesta.

—Chris, ¿eres tú? ¿Cómo conseguiste mi número?

No pude evitar imaginarte sonriendo, tu voz transmitía una alegría contagiosa. Sonreí como idiota con la cabeza recargada sobre el borde de la cabecera del sofá. Te conté que, ante tu ausencia a mi clase empecé a preocuparme, y que Adriana me había facilitado tu número para averiguar cómo estabas.

Al principio titubeaste, luego añadiste que todo estaba bien con un tono vocal que transmitía lo contrario. Supe que mentías de inmediato, pero no tuve el valor para preguntarte. Después de todo yo no era más que un nuevo amigo para ti, alguien que te atraía un poco sin ninguna autoridad para preguntar nada. Decidí cambiar el tema con el fin relajar el ambiente y hacerte sentir mejor. Se me ocurrió preguntar si ya tenías listo tu tema que —debido a tu ausencia del día— debías presentar el viernes. Confesé que estaba ansioso por escucharte, sabía que lo harías genial.

La risa desganada que emitiste congeló mi corazón. Algo andaba muy mal contigo.

—La verdad todavía no la tengo —me contaste—, y no creo que vaya a ir el viernes.

—No te preocupes, puedes presentarla cualquier otro día. Cuando estés mejor.   

No demoraste en responder esta vez, lleno de alegría y riendo pausadamente. Tuve una sensación cálida gobernando mi interior; imaginé tu carita iluminada frente a mí con ese gesto curioso que tienes de morderte los labios cuando no sabes cómo reaccionar, eso empezaba a fascinarme de ti. Volví a sonreír mientras encogía el cuerpo hacia el teléfono como si intentara proteger el momento de quien pretendiera interrumpir.

Mi memoria no es como la tuya, ni siquiera se acerca y no puedo escribir nuestra conversación de ese día ni del jueves siguiente, pero estoy bien con eso porque sé que tú lo recuerdas. Bromeamos, reímos, nos revelamos secretos que ayudaron a conocernos mejor, hasta perdimos la noción del tiempo y lo único que nos hizo colgar, fue que tu padre regresara del trabajo. Ahora que estamos siendo sinceros uno con el otro, debo confesarte que fue en esas largas charlas cuando sentí que estaba empezando a enamorarme de ti, aunque al principio no me di cuenta que estabas dejando de ser un simple gusto.

Esas dos primeras conversaciones me hicieron descubrir una parte de mí que desconocía, una parte que puedo decir sin miedo a equivocarme: nació contigo. La noche del miércoles, y especialmente la del jueves, fueron gloriosas. Dormí como un bebé. Estaba tan lleno de paz y tranquilidad que había olvidado la pelea con Jonathan, la cirugía que nos esperaba a mi madre y a mí, e incluso el malestar que había tenido.

Hacía tanto tiempo que no descansaba que, aún dormido te di las gracias por aparecer en mi vida cuando más lo necesitaba. Al hacerlo, apareciste en mis sueños. Estábamos sentados a la orilla de la playa contemplando el atardecer, el vaivén de las olas danzando a un mismo ritmo. Desvié la mirada del horizonte y te observé de perfil. Tu rostro lucía tan encantador que sentí como si el corazón me diera un vuelco, me tenías fascinado mientras sosteníamos una conversación amena, adorable y algo graciosa como las que solíamos tener. Tu tez tan bella, tan suave me incitaba a acercarme cada vez más. Tus labios me pedían atención. Quise detenerme al entender lo que estaba por hacer. No pude. De pronto, estando tan cerca de tus labios y viéndome devorado por el temor y el deseo, desperté.

Estaba bañado en sudor, incluso temblaba. No me podía permitir algo así. Que me gustaras era una cosa, pero enamorarme iba más allá. Me levanté de la cama de inmediato previo a correr hasta el baño, donde abrí la llave con movimientos imprecisos y temblorosos. Me mojé la cara antes de mirarme al espejo.

Yo tenía diecinueve años y tú catorce, nada bueno podía surgir de ahí. Me senté sobre el excusado con la mirada perdida. Tenía que poner un límite a la situación antes de que las cosas empeoraran. Era viernes y, aunque se supone que tendría clase contigo, dijiste que no irías, lo que me daba un par de días más para detenerme. Sin embargo, el lunes que volviera a toparme contigo, ¿qué debía hacer? ¿Cómo debía reaccionar?




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