No voy a aburrirte con todos los detalles de lo que ocurrió en tu ausencia, dejémoslo en que tuve ensayos del evento de graduación, clases aburridas con entrega de trabajos finales y exámenes, y tonterías propias de la vida de un estudiante de secundaria. Lo que sí necesito que sepas —antes de hablarte sobre lo que pasó con ese sujeto afuera de mi casa— son tres eventos muy importantes: el que ocurrió con mi compañera de secundaria, cuando mi padre se marchó a su viaje, y el día anterior a tu regreso. Iré por orden.
No lo mencionaste en tu remembranza —imagino que fue porque no te pareció un tópico importante y respeto eso—, pero es relevante para lo que yo quiero que sepas; poco después de salir de la escuela de música, tú y yo pasamos a una tienda de productos de belleza para comprar maquillaje y ocultar con él mis heridas, sin embargo cuando Angélica —así se llama mi compañera de clases— y yo entramos en mi casa, me congeló con su pregunta.
—¿Por qué traes maquillaje, Stephen?
No respondí de inmediato, más bien me giré para darle la espalda con la excusa de poner mi mochila sobre el sofá de la sala, donde me detuve. Suspiré. Lo primero que pensé fue en decirle que me había caído y golpeado con algo, pero cuando me di la vuelta para encararla, fueron otras mis palabras.
—Me golpearon —susurré. Vi su cara deformarse de asombro, y mientras ella guardaba silencio, yo me dirigí a la cocina para tomar una servilleta de papel y limpiarme la cara. Era absurdo traerlo puesto si no escondía nada—. Pero te agradeceré que no le cuentes a nadie, ¿de acuerdo? No quiero estar dando explicaciones y que todos me miren con lástima.
—Claro, lo prometo. ¿Pero seguro que estás bien? —Asentí despacio mientras le sonreía—. De verdad, si te sientes mal me marcho y te dejo para que descanses —me dijo con tono amable y dulce, después empezó a caminar con timidez hacia la puerta.
—No, por favor, quédate. Me hará bien la compañía —dije.
Caminé hacia la mesa para jalar una de las sillas e invitarla a sentarse con mis manos, una vez que lo hizo y dejó los cuadernos que cargaba sobre la mesa, me senté a su lado y le sonreí. Angélica aceptó y sonrió antes de abrir uno de los cuadernos. Al principio me sentía cómodo a su lado, pero después empecé a sentirme acosado, ya que comenzó a invadir mi espacio personal con sus bubis exploradoras.
Cuando ya no resistí la incomodidad, me levanté de la mesa con el pretexto de ir al baño y me encerré ahí mucho tiempo. Lavé mi rostro con el agua del lavadero. No quería salir por temor de que al hacerlo, ella estuviera desnuda esperándome para que le hiciera cosas que no quería hacerle.
Sé que suena exagerado, a mí también me lo parece ahora, mas en ese momento me sentía muy vulnerable, como si pudiese convertirme en uno de esos hombres violados por mujeres que sienten tanta presión social atacando su hombría, que prefieren mantener la agresión como un oscuro secreto.
De pronto escuché golpear a la puerta del baño y di un salto. Empecé a imaginar que Angélica había tomado un hacha y se veía poseída por una autora de terror fanática de Stephen King que decidía reescribir la escena de El Resplandor con nosotros dos. Sin embargo, cuando abrí la puerta, me topé con la sorpresa de que no había nadie allí. Angélica continuaba sentada a la mesa, lo que me hizo suponer que estaba tan asustado que imaginaba cosas.
Admito que, pese a ser algo desagradable, a veces el miedo también puede ser positivo, porque te impulsa a hacer cosas que no sabías que podías. En mi caso, me ayudó a decidir que era tiempo de poner un límite. Hans ya me lo había dicho por teléfono, que debía sacar la uñas y pelear por mi bienestar.
Eso me hizo darme cuenta de que todos me veían como alguien falto de carácter y de fácil manipulación —un noble estúpido, en pocas palabras—. En parte porque no soy muy alto, y porque suelo guardarme lo que pienso a pesar de que mi carácter es fuerte. Ese día, con Angélica, sentí que era el momento de hacer un cambio. Avancé de regreso hacia mi compañera, pero antes de volver a sentarme a su lado, me detuve frente a ella.
—Hay algo que debo decirte —le comenté. Mi voz fue firme y tranquila. Ella me miró con intriga—. Mira, no lo tomes a mal, no es mi intención herirte, pero no me gusta que me estés coqueteando. Es incómodo. Por favor deja de hacerlo.
—Oh…, seguro. Lo lamento, no era mi intención incomodarte —respondió ella. Sentí mucha pena, y aunque por un momento me arrepentí de decírselo, decidí no retractarme. Era lo que pensaba y debía mantenerlo si de verdad planeaba cambiar.
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Editado: 28.11.2019