Como Domar a un Cobarde

Capítulo 19

El amanecer llegó envuelto en un aire distinto, cargado no de calma sino de expectación. El molino despertó con los primeros rayos del sol, pero el silencio en los alrededores no era el de un campo cualquiera: era el silencio de los rumores que ya habían echado raíces.

Wren salió primero, con el cabello recogido apresuradamente y la mirada alerta. El río brillaba como una cinta de plata, el perro ladraba en la distancia y Parker, todavía somnoliento, se frotaba los ojos, buscando la hogaza de pan que Hilda había dejado sobre la mesa. Todo parecía normal. Pero Wren lo supo de inmediato: ya no lo era.

A media mañana, llegaron noticias. No fue un emisario ni una carta: fue un viajero que pasó con su carreta de trigo. Saludó a Bronn con cortesía, pero al ver a Reed en el patio, con el brazo aún vendado, dejó escapar un murmullo que heló el aire:

—Dicen que el cura Lucian ya sabe.

Bronn frunció el ceño.
—¿Qué sabe?

El hombre se encogió de hombros, con la expresión de quien repite lo que ha oído sin querer asumir responsabilidad.
—Que en tu molino se refugia un forastero. Que un niño lo llama padre. Y que una mujer lo protege como si fuese rey caído.

Las palabras se quedaron suspendidas en el aire. Reed apretó los dientes, Wren se irguió como si la hubieran golpeado y Bronn lanzó una maldición entre dientes.

Esa misma tarde, en la plaza de Cubridge, la campana de la iglesia repicó con fuerza. El sonido se extendió hasta los campos, retumbando en el pecho de quienes lo escuchaban. El padre Lucian apareció en el atrio, la sotana ondeando como sombra oscura contra la luz del día.

—¡Hijos de Cubridge! —tronó su voz, tan grave que parecía arrastrar piedras—. No ignoréis las señales que el cielo pone frente a nosotros. El pecado no duerme en las cuevas ni se oculta solo en la noche. ¡Se disfraza, entra en los hogares y se sienta a la mesa como si fuese uno de los vuestros!

La multitud murmuró, inquieta. Lucian alzó la mano, exigiendo silencio.
—Me han dicho que en un molino del norte se esconde un hombre marcado por la culpa. ¡Y que un niño inocente ya lo llama padre! ¿No veis el peligro? ¿No veis cómo la mentira busca raíces en nuestro suelo?

Las palabras se esparcieron como brasas en el viento. Lo que había sido un murmullo ahora era pregón, y lo que era un rumor se convertía en sentencia. Algunos asintieron con fervor, otros guardaron silencio, temerosos de hablar en contra del sacerdote.

En el molino, esa campana también resonó. No porque estuviera cerca, sino porque el eco de las noticias llegó antes que la noche. Hilda entró apresurada, con el rostro desencajado.
—Ya lo saben —dijo, sin preámbulos—. El cura los nombra en la plaza.

Wren apretó la mandíbula. Reed se levantó con dificultad, su mirada encendida a pesar del cansancio.

—Entonces ya no es cuestión de quedarnos escondidos —dijo él—. Ahora debemos decidir cómo enfrentarlos.

Parker los observaba en silencio, con los ojos abiertos de par en par. Nadie le había explicado qué significaba que “el cura lo supiera”, pero comprendía que el mundo allá afuera se había vuelto más peligroso.

—¿Nos van a quitar el molino? —preguntó, con voz temblorosa.

Wren se agachó, lo abrazó fuerte y respondió con firmeza, aunque en su interior temblara:
—No, amor. Nadie va a quitarnos nada.

Pero en el fondo sabía que las palabras eran un escudo débil contra el peso de una campana que ya llamaba al juicio.

El repique de la campana en Cubridge no cesó hasta bien entrada la tarde. Cada golpe parecía martillar en el pecho de los vecinos, como si no solo convocara a misa, sino a un juicio colectivo. Y bajo esa campana, el padre Lucian recorría la plaza, arengando a quienes lo seguían.

—El pecado se alimenta de silencio —proclamaba, alzando la Biblia como espada—. Y si callamos, somos cómplices. ¡No permitáis que la mentira eche raíces en nuestra tierra!

A su alrededor, un grupo de fieles lo seguía: mujeres con rosarios, hombres con palos improvisados como bastones de justicia, jóvenes que repetían sus palabras con fervor más que con comprensión. No era aún una turba, pero bastaba con una chispa para que se transformaran en una.

Lucian levantó la voz una última vez:
—Mañana, al amanecer, iremos al molino. Y allí sabremos si la lengua inocente del niño se usa como máscara del pecado o como verdad que debe ser redimida.

El murmullo creció. Algunos aplaudieron, otros se persignaron. La sentencia estaba dada: el molino ya no era un refugio, era un escenario.

En el molino, la noticia llegó con prisa. Un campesino, simpatizante de Hilda, se presentó jadeando al caer la tarde.
—¡El cura viene mañana! —exclamó—. No vendrá solo… dicen que media plaza planea seguirlo.

Bronn golpeó la mesa con el puño, haciendo saltar las migas de pan.
—¡Os lo advertí! ¡Trajisteis el ojo del pueblo hasta mi puerta!

Reed se incorporó con dificultad, la venda en su brazo manchada de sangre seca.
—No lo buscamos. Ellos nos persiguieron hasta aquí.

Bronn lo fulminó con la mirada.
—Y aun así sois vosotros quienes lo atraéis. Mi casa no será quemada por culpa de forasteros.

Wren se levantó con calma, aunque sus ojos ardían como carbones encendidos.
—Si el cura viene, vendrá con lenguas y piedras. Pero si abrimos la puerta como culpables, entonces ya habremos perdido.

Hilda, que había permanecido callada, habló al fin.
—¿Qué haréis entonces? ¿Abriréis y enfrentaréis sus palabras? ¿O encerraréis al niño tras las paredes, como si fuese vergüenza?

El silencio cayó sobre todos.

Parker, que había estado en un rincón jugando con el perro, levantó la cabeza al escuchar la palabra “niño”.
—No quiero esconderme —dijo con voz temblorosa pero clara—. Si me llaman, yo hablaré.

Wren corrió hacia él, arrodillándose para tomarlo por los hombros.
—No, amor. No tienes que decir nada.




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