Cómo te lo digo...

Capítulo 37. La gata traicionera.

Arthur

Han pasado ya unos meses desde el día de nuestra boda. Cumplí la primera condición de mi padre. Me casé, ya tenía esposa y, para mi sorpresa, no era un desastre. No me daba la lata, respetaba al pie de la letra nuestro contrato, y hasta ahora no había intentado envenenarme. Todo un logro.

Sandra parecía haberse adaptado bien a su nuevo hogar y a su nueva vida. Una sonrisa —al principio fugaz, casi accidental— empezó a instalarse con más frecuencia en su rostro. Sus declaraciones, que antes eran neutras y cuidadosamente diplomáticas, habían recuperado ese tono irónico y el sarcasmo filoso que la hacía, curiosamente, más auténtica. Eso me tranquilizaba. Incluso logró disminuir, aunque no del todo, la culpa que arrastro desde que entendí que Sandra aceptó cambiar radicalmente su vida… por el bien de mi fábrica.

En resumen: era momento de enfrentar la segunda condición de mi padre.
Tener un hijo.

Y esa parte resultó mucho más complicada.

La gestación subrogada estaba prohibida en nuestro país, y aunque tenía los medios para mover cielo, tierra y varios consulados, quería evitar el escándalo. Aquella tarde, sentado en la terraza de mi habitación, me encontraba revisando en mi portátil una tabla comparativa entre clínicas de Letonia, Canadá y Ucrania. Spoiler: todas decían lo mismo —“complicado pero legal”.

Fue entonces cuando escuché un ladrido violento del perro de los guardias.

Me levanté de la mesa para ver qué pasaba. Un segundo después, algo cayó desde el árbol directamente sobre mi espalda. Sentí un dolor agudo, como si me hubiera caído encima un cactus… con dientes.

—¡¿Pero qué demonios…?!

Me incorporé de golpe, agitando los brazos como un espantapájaros electrificado. La criatura aterrizó en la mesa con la agilidad de una sombra negra con garras, deslizándose entre las tazas de té como una bailarina rusa que detesta a los humanos. Una bola de pelos perfumada con Chanel y cargada de desprecio ancestral.

—¡¿Qué hace este animal aquí?! —grité, más atónito que enfadado.
El perro seguía ladrando como si hubiera que pedir refuerzos de la Interpol.

Entonces apareció Sandra. Corriendo.

Descalza, con el cabello húmedo, envuelta en una toalla que claramente no fue diseñada para persecuciones. Parecía una ninfa escapada de una ducha, aunque con la expresión de quien acaba de descubrir que su gato ha iniciado una guerra internacional.

—¡Madame! —exclamó, aliviada, lanzándose sobre la gata con una agilidad que no había mostrado ni al huir de mis cenas familiares más insoportables.

La fugitiva, tras evaluar fríamente sus opciones de fuga, se rindió con un bufido que decía claramente: “Idiotas”.
Sandra la cogió en brazos acariciándola, como si estuviera tranquilizando a una princesa secuestrada… cuando en realidad llevaba en brazos a una psicópata peluda con garras de adamantium.

—¿Madame? ¿Quién es Madame?

—Ella —dijo Sandra, jadeando—. Lo siento, ¡de verdad! Se escapó por la ventana, cuando estaba en la ducha. No pensé que pudiera saltar tan alto, pero… aparentemente es ninja. O Houdini. O ambas.

Presioné el rasguño sangrante de mi hombro mientras mi camisa empezaba a parecer parte del vestuario de una película bélica.

—¿Una gata? ¿Aquí? ¿En esta casa?

—Solo por unos días —respondió con tono casual, como quien pide disculpas por dejar un vaso sucio en la cocina, no por contrabandear un felino con tendencias homicidas. Mientras tanto, Madame me observaba desde los brazos de Sandra con la expresión altiva de una emperatriz romana evaluando a un gladiador mal peinado—. Es de Sebastián Ventura. Está en el hospital. No tenía con quién dejarla. Pensé que no te importaría si se quedaba… en mi habitación.

—¿En tu habitación? ¡Se tiró desde un árbol y me atacó! —protesté, señalando mi hombro como si mostrara una herida de guerra—. ¡Esta casa no es un refugio de fauna salvaje, Sandra!

Ella frunció los labios. Por un momento, pareció arrepentida… pero no lo suficiente.

—Bueno, si fueras un poco más sociable, tal vez no te atacaría. Los animales detectan a la gente… problemática.

—¿Problemática? —repetí, porque eso sí que me dolió.
Estuve a punto de responder algo más, pero me callé. Sandra no tenía por qué saber que aún tomaba medicación para la depresión.

—Esto no tiene nada que ver —continué, recuperando la compostura—. Tiene que ver con normas. Orden. Higiene. Y una mínima consideración por los humanos que viven aquí.

—Oh, claro. Porque tú eres la definición de “acogedor de pobres animales”. No te preocupes, Madame tiene más vacunas al día que tú.

Se giró para marcharse, pero se detuvo con esa teatralidad suya, como si recordara que aún le quedaba una última carta en la manga.

—Espera. Ahora traigo algo para curarte tus heridas de guerra. Felinas, pero épicas.

—No hace falta —murmuré, enfadado.

Sandra se detuvo en seco, girándose hacia mí. Su rostro ya no tenía ni rastro de burla. Estaba simplemente… firme.

—Ya me disculpé. ¿Quieres que te ayude o prefieres seguir dramatizando? —preguntó con una calma que sabía más a advertencia que a cortesía.

—Está bien —cedí, porque la adrenalina había bajado y los rasguños empezaban a escocer.

Sandra ni se giró para escucharme. Ya se alejaba, llevándose a Madame en brazos como si transportara a Cleopatra en su regreso triunfal.

Pocos minutos después, volvió. Llevaba una bata ligera que no ayudaba en nada a mi concentración, el cabello aún húmedo y una caja de primeros auxilios en la mano.

—Siéntate —ordenó con voz seca, como un médico harto de pacientes que se quejan por tener un brazo colgando.

—¿Estás segura de que no vas a matarme? —pregunté, en tono de broma. Quería sacarle una sonrisa. Sabía que me había pasado un poco con el escándalo por Madame.

—Hoy no —respondió, aún seria, mientras abría la caja con precisión quirúrgica.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.