Conexión inesperada

Capítulo 23

Martín despertó antes de que sonara el despertador. El primer pensamiento que cruzó su mente no fue el pendiente de la reunión de las diez, ni los correos que lo esperaban, sino la imagen de Mariana, sonriendo mientras escribía ese último mensaje: “Y tú sabes que nunca me han asustado las llamas.”

Se pasó una mano por la cara, intentando despejarse, pero la sonrisa le volvió sola. No recordaba la última vez que un intercambio de mensajes le había quitado el sueño de esa manera.

Decidió salir a correr, como siempre hacía cuando la cabeza le iba demasiado rápido. El aire fresco de la mañana lo golpeó en el rostro mientras avanzaba por las calles semivacías. Podía sentir la tensión en sus músculos, la misma que no había logrado liberar en el ascensor, y cada zancada era un intento inútil por sacarse la imagen de Mariana de la mente: su voz baja, su mirada esquiva, la forma en que parecía desafiarlo sin quererlo.

—Estás jodido, Rivas… —murmuró entre jadeos, sin dejar de correr.

De regreso, la ducha fue peor. El agua caliente resbalaba por su piel, pero lo único que conseguía era traerle de nuevo esa sensación de tenerla tan cerca, de que bastaba medio segundo más para que el beso hubiera sido inevitable. Cerró los ojos, apoyó la frente contra los azulejos fríos y exhaló un suspiro largo.

Cuando salió, se vistió con una camisa impecable, el traje oscuro de siempre, pero bajo esa apariencia pulida todavía estaba ese hombre inquieto que había pasado la noche entera esperando un nuevo mensaje que no llegó.

En la oficina, todo seguía su curso normal, al menos en apariencia. Reuniones, papeles, saludos formales. Pero en cuanto Mariana cruzó la puerta de la sala común, con su bolso colgando de un hombro y el cabello aún húmedo de la ducha matinal, el tiempo pareció detenerse.

Ella lo vio, él la vio. Y ambos supieron que el recuerdo de la noche anterior estaba flotando en el aire, más pesado que cualquier informe o reunión.

Martín sostuvo su mirada un segundo más de lo debido, con esa media sonrisa que no pudo contener. Mariana, en cambio, trató de mirar hacia otro lado, pero el rubor en sus mejillas la delataba.

El murmullo de la oficina no alcanzaba para disimular la tensión. Y cuando quedaron a pocos metros, apenas separados por la mesa de café, Martín inclinó la cabeza hacia ella.

—Buenos días, Mariana. —Su voz era baja, pero cargada de intención.

Ella respiró hondo, apretando el vaso de cartón entre las manos.
—Buenos días, señor Rivas. —La formalidad de su respuesta apenas logró cubrir el temblor de su voz.

Ninguno dijo nada más, pero bastó con ese cruce para que todo el día quedara marcado.

Martín no se conformó con el saludo. Había pasado la noche entera dándole vueltas a cada palabra de esos mensajes y ahora necesitaba, al menos, escucharla de cerca sin testigos.

—Mariana, ¿puedes acompañarme un momento? —dijo con naturalidad, como si fuera un tema de trabajo cualquiera.

Ella lo miró, sorprendida, pero asintió enseguida. Lo siguió por el pasillo hasta un pequeño despacho auxiliar que estaba vacío. Martín cerró la puerta con un gesto tranquilo, aunque por dentro el pulso se le disparaba.

—Quería hablarte sobre… —empezó, pero la excusa se quedó flotando. La verdad era que no tenía ningún informe en mente ni un proyecto que discutir. Lo único que deseaba era tenerla frente a frente.

Lala arqueó una ceja, cruzándose de brazos.
—¿Sobre qué, exactamente? —preguntó, con esa mezcla de desconfianza y curiosidad que lo desarmaba.

Él dio un paso más cerca.
—Sólo quería poder desearte buenos días en privado… —murmuró, bajando la voz.

Lala sintió un nudo en el estómago.
—Martín… —dijo, casi en un suspiro.

Él estaba a punto de añadir algo más, de dar el paso que no había podido en el ascensor. El silencio se tensó como un hilo invisible entre los dos. Pero justo en ese instante, la puerta se abrió con brusquedad.

—¡Ah, perdón! —era Clara, cargando una carpeta—. No sabía que estaba ocupado este despacho.

Martín retrocedió de inmediato, recobrando su gesto serio.
—No pasa nada, Clara. —Tomó aire, ocultando su frustración—. Íbamos a revisar unos pendientes, pero podemos hacerlo luego.

Lala aprovechó la interrupción para recomponerse. Agachó la cabeza, como si de verdad hubiera ido allí por trabajo. Cuando Clara salió de nuevo, el hechizo ya se había roto.

—Será mejor que regrese a mi mesa —dijo Lala en voz baja, sin mirarlo directamente.

Martín solo asintió, aunque la tensión en su mandíbula lo traicionó. La oportunidad se había escapado otra vez.

Lalaa regresó a su escritorio con el paso rápido, como si huir fuera la única forma de recuperar el aire. Se dejó caer en la silla y clavó la vista en la pantalla del ordenador, aunque las letras parecían moverse solas, incapaces de formar palabras coherentes.

—Tranquila… —se murmuró—. Respira, como si nada hubiera pasado.

Pero sí había pasado. O mejor dicho, estuvo a punto de pasar. Martín había estado tan cerca que pudo sentir el calor de su piel, el tono bajo de su voz colándosele por los huesos. ¿Qué habría ocurrido si Clara no hubiese entrado en ese momento? La sola idea le hizo apretar los labios hasta dejarse sin aire.

Agitó la pierna bajo la mesa, un tic nervioso que no lograba controlar. Y, aun así, no podía evitar la sonrisa escondida que le temblaba en los labios.
Lala se llevó las manos a la cara, avergonzada consigo misma.
—Ay, Dios… —susurró, hundiéndose un poco en la silla.

Intentó concentrarse en un informe. Copió una frase, borró otra, pero la mente se le iba sola hacia el despacho auxiliar. Y hacia él. La diferencia de altura, su mirada intensa, esa forma de acercarse como si nada pudiera detenerlo.

No ayudaba tampoco que, desde su ángulo, alcanzaba a verlo dentro de su oficina. Estaba de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, fingiendo revisar unos papeles. Pero ella lo conocía lo suficiente ya como para saber que estaba igual de frustrado que ella.




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