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Sonrío, dándole la razón.
Esa pecosa está llena de locuras y sorpresas, algo así como una cajita feliz. O como Pinkie Pie, la pony de la serie My little pony.
Sin duda alguna la segunda opción encaja a la perfección con la personalidad de Zoe.
A veces creo que debería de llevarla a un manicomio.
—Y dime. ¿Cómo es que aprendiste hablar español? —curioseo. Esa pregunta me la he repetido en varias ocasiones, creo que ahora es buen momento para hacerlo.
—Según mi padre el español es una lengua fundamental, y de pequeña me obligó asistir a una academia de idiomas —dice con la mirada fija en la pantalla—. Aunque fuera aburrido para una niña de 4 años, se lo agradezco, hoy en día es un requisito para los trabajos.
Asiento, comprendiendo ahora todo.
—¿Te digo algo y no te enojas? —dice de repente, y se gira para verme con una sonrisilla.
Achico mis ojos y la miro con detenimiento, intentando descifrar lo que quiere decir.
Sea bueno o malo, siempre lo dirá, lo que me preocupa es que siempre que abre la boca es para decir algo realmente malo.
—¿Qué?
—Bueno... ¿recuerdas lo que te había pasado el primer día de trabajo?
Las imágenes vergonzosas llegan a mi mente y hago una mueca.
—Sí. Espera un momento —la miro frunciendo el ceño—. Tú no estabas ahí, ¿o sí?
Su sonrisa se amplía con algo de tensión.
—Sí, bueno... Yo fui quien provocó todo eso para que te despidieran.
Mis ojos se abren como platos.
Al ver mi reacción, se alarma y se sienta derecha sobre la cama.
—Es decir, no lo hice yo, bueno sí, lo que quiero decir es que yo le pagué a alguien más para que lo hiciera por mí. ¿Entiendes?
Indignada, aplano las comisuras de mis labios y la miro deplorable.
—¿Todo eso lo hiciste porque simplemente soy latina?
Me mira unos segundos sin decir nada y luego asiente lentamente apenada. Un gesto que no había visto en ella.
—Oh. —me limito a responder. Tomo mi almohada y la abrazo.
Ahora que lo pienso, en aquel momento Rick había mencionado que las máquinas podían haber estado averiadas o que alguien me había saboteado.
Ahora entiendo lo que quiso decir con eso.
—Lo siento. Pero ya te dije que tenía una mala ideología acerca de tu cultura. —la observo sonreír con arrepentimiento.
Presiono la almohada hundiendo mi rostro en ella, fingiendo sentirme mal.
—Lo digo en serio. Lo siento mucho. —vuelve a repetir ella con tono afligido.
En un descuido de su parte, tomo la almohada y se la lanzo a la cara. Como ya lo había previsto, no se percató de mi maliciosa acción.
—¡Hey! —chilla, quitándose la cabecera de encima.
Río a carcajadas sin parar hasta que estas son calladas por un impacto en mi cara. Luego siento una fuerza descomunal lanzarme al piso.
Maldigo internamente y me levanto desconcertada.
Vaya, eso no lo vi venir.
Ahora Skylar es quien se ríe.
Rayos, tiene una fuerza del demonio y solo necesitó de una almohada para lanzarme al piso. Es eso o que tengo peso pluma.
Podría decirse que son ambas.
El resto de la noche pasamos viendo películas de terror y charlando sobre todo un poco. Hasta le saqué un poco de información sobre un chico que le gusta.
La mañana siguiente, cuando me miré al espejo, me di cuenta de lo malo que fue quedarme hasta tarde hablando con Skylar, pues prueba de ello fueron las enormes ojeras que aparecieron debajo de mis ojos.
Resignada, tuve que maquillarme para que no se notaran, y luego me fui a clases.
De camino me encontré con Max, quien muy entusiasmado me contaba acerca de su nueva novia.
Sí, la misma de la fiesta y la que resultó ser también la chica del centro comercial.
Parecía estar muy enamorado, y no paraba de decir lo afortunado que era y lo hermosa que es ella.
Al llegar al salón, tomé lugar en los asientos de en frente para ver mejor el pizarrón.
Si mi madre me viera, me regañaría por ser tan desobediente. Recuerdo que siempre me pasaba diciendo que debía usar los lentes con frecuencia. Fue en segundo grado de secundaria cuando me diagnosticaron Miopatía, una enfermedad causada por la forma en la que los ojos hacen que los rayos de luz se refracten incorrectamente.
Básicamente, consiste en una visión borrosa para ver de lejos, y desgraciadamente me la diagnosticaron cuando tenía dieciséis. No obstante, nunca me acostumbré a los lentes, además de que era objeto de burla en el colegio para aquellos que las llevaban.
Por eso fue que nunca me digné a utilizarlas, excepto en casa, cuando mi madre me obligaba a portarlas.
Se supone que debería de usar los lentes permanentemente, pero aún me rehúso hacerlo.
Al terminar la clase, tomo el asa de mi bolso y la paso por encima de mi cabeza para cruzarla.
Hoy no llevaba mochila, ya que no traía mucho conmigo.
Salgo de clase y camino por el pasillo, distinguiendo con dificultad la cabellera roja de Zoe y trato de alcanzarla.
Es entonces que alguien se detiene frente a mí, obstruyendo mi visión y dejándome atónita.
—Hola. —sonríe Aaron, tratando de quitar tensión al asunto.
—Hola... —susurro levantando una ceja.
Trato de ver por un lado de su cuerpo solo para darme cuenta de que mi amiga pelirroja ya ha desaparecido.
Bufo resignada y devuelvo mi vista a él.
—¿Qué pasa? —me limito a preguntar para no decir ‹‹¿Qué quieres? ¿Acaso se te perdió algo?››, así evito ser grosera, ya que sé que se sentirá mal.
Es muy sensible, lo conozco.
—Solo quería hablar contigo. —se encoje de hombres metiendo las manos dentro de los bolsillos.
—Pues... habla. —digo al ver que se queda callado.
—Verás... este fin de semana viajaré a casa, y mamá preguntó por ti, dijo que si me acompañarías.
Mi corazón se estruja. No puedo decirle que no. Beatriz es una dulzura de persona y su padre también. Aparte, podría divertirme de nuevo con Emma y Jake y con todas las locuras que se les pasa por la cabeza.