El niño pequeño que acababa de cumplir hace un día los cinco años, abrió sus ojos notando la delgada figura de su madre sentada cerca de la mesa. Las cuentas no paraban de llegar por lo que el rostro de Ailén se muestra ensombrecido.
Hace unos meses su madrina aún vivía con ellos, pero enfermó gravemente y tuvo que parar en el hospital, desde entonces la pacifica vida que habían llevado hasta entonces había finalizado. Las cuentas del hospital eran altísimas, y el sueldo de Ailén no lo cubría en su totalidad.
—Mamá, escuela —exclamó la criatura aun en piyama señalando su mochila, que esta apoyada sobre el sofá.
Ailén sorprendida por verlo levantado tan temprano, le sonrió dejando las cuentas a un lado. No puede mostrarse triste frente a su hijo. Aunque aquel no suele hablar mucho, a diferencia de otros niños de su edad, si tiene la sensibilidad para darse cuenta cuando mamá esta mal.
—¿Visitaremos a madrina? —preguntó cuando Ailén lo tomó de la mano para llevarlo de vuelta a su habitación a vestirse.
—Por hoy no podemos, mamá tiene mucho trabajo —suspiró al decir esto.
Como nunca pudo terminar sus estudios universitarios debido a la expulsión de su familia, posterior embarazo, y falta económica, pues la universidad era demasiado cara para poder costearla, el único trabajo que encontró donde no le exigieran titulo profesional abusaban de ella. Su jefe la hacía trabajar más que al resto, e incluso olvidándose que cada tarde Ailén debía correr a recoger a su hijo, ya que sin el ahora apoyo de su madrina tuvo que pagar a alguien que lo cuidara mientras estuviera trabajando.
—Gustaría mamá no trabajar mucho —habló el pequeño en su extraña forma.
—Sí mamá no trabaja no tendríamos donde vivir ni que comer, ni siquiera para tus galletas de dinosaurio —le sonrió.
El niño refunfuñó, pero no dijo nada más. Aunque quisiera decirlo le es tan difícil poder ordenar sus palabras hacia el exterior que sus pensamientos se resumen a sus simples vocablos desordenados. Ailén lo vistió, le puso su uniforme y luego le dio de desayunar.
Afuera el día era fresco, y por ello la joven madre, que no sobrepasaba los veinticinco años, arregló el gorro de su hijo vigilando que cada oreja quedara bien cubierta. Luego miró al horizonte y caminó con él de la mano. La situación luce complicada. Sus ojeras evidencian su cansancio.
Podría recurrir a sus padres, llamarlos, pedirles ayuda, pero ellos la expulsaron y de seguro se negará siquiera a hablarle, y no es que sea orgullosa, sin embargo, no tiene el temple para aguantar más humillaciones ni que la apunten con un dedo por algo que por más que gritó que era inocente, nadie la escuchó.
—Llegamos —exclamó su hijo y ella detuvo sus pasos de golpe, confundida.
Por momentos se dejaba tanto llevar por sus pensamientos que olvidaba donde estaba o quienes la rodeaban. Se detuvo en los ojos azules del niño que sostenía en sus manos, esa mirada, esa expresión preocupada. La misma que la de su padre…
Tragó saliva, si pudiera decirse que odia a una persona esa persona para Ailén es precisamente el padre del ser que más ama en el mundo. Se inclinó y le besó la mejilla, para luego abrazarlo con fuerzas. Aunque detesta a Andrés Almendares, el que su hijo cada día se parezca más no significa que sienta rechazo al pequeño, sino tristeza solo al recordar como ese hombre la trató y no creyó ninguna de sus palabras.
—Mamita de Ignacio —la detuvo la profesora justo a punto de que Ailén saliera corriendo a la estación de metro.
Preocupada miró su reloj. No es bueno llegar tarde a la oficina. Lo sabe más que nadie.
—Necesito hablar con usted —inquirió la maestra.
—¿Podría citarme un día? Ahora estoy un poco complicada y…
—Es sobre su hijo, usted ¿Se ha dado cuenta que él no se expresa como los demás?
La expresión desolada de Ailén no conmovió la severidad de la profesora. Lo sabe, claro que lo sabe, y ha recurrido hasta a fonoaudiólogos que nada han podido hacer por ayudarlos. Y los mejores recomendados están muy lejos de sus ingresos.
—Hasta ahora los médicos no han podido darme un diagnóstico…
—Es primordial que lo hagan —señaló la maestra y luego escribió en un papel entregándole este a Ailén—. Vaya con esta doctora, es muy buena, se la recomiendo.
Solo movió la cabeza en forma afirmativa. No quiso preguntar si atiende solo por particular y no con bonos de salud. A veces Ailén se cuestiona que si esa situación, que hizo a su vida cambiar de rumbo de esta forma, nunca hubiera pasado ella ahora sería una geóloga, estaría recién egresada, y sus preocupaciones no serían nada más que pensar en que gastar su dinero. Lánguidamente contempló la reja de colores del jardín infantil y luego siguió su camino apresurando el paso.
Llegó tarde a la oficina, y como siempre cuando eso pasaba, estaba su jefe en la puerta esperando, con el reloj de su antebrazo en alto. Ailén solo optó por bajar la cabeza y morderse el labio. Supiera que ese mismo gesto avivaba el interés sucio de ese hombre por ella, lo hubiera evitado.
—Diez minutos tardes, tendrás que pagarlo a la salida —le masculló con severidad.
El resto de los trabajadores solo lo miraron de reojo. No es para nadie desconocido que eso solo lo hace con aquella muchacha de apariencia frágil y cansada. Y es claro el interés de ese hombre por ella. Pero es un hombre casado por lo que todos entienden que la situación no es algo normal.
—Lo sé —respondió Ailén evitando el contacto visual.
—Ve a mi oficina —le dijo molesto al notar que los claros ojos de la mujer rehuían de los suyos. Las venas en su frente se tensaron.
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Editado: 16.03.2023