Su madrina al verla la contempló con una triste sonrisa. Aunque Ailén le devolvió la sonrisa luce agotada y eso no pasa desapercibida para la mujer mayor, además algo más parece molestarla.
—¡Madrina! —exclama Ignacio acercándose, corriendo a la mujer que esta acostada en la cama de el hospital.
Su cuarto es pequeño y sencillo, y aunque es compartido tiene la fortuna de que ha quedado justo al lado de una ventana que da a un enorme jardín del lugar. Por ello el sol entra con suavidad iluminando la habitación.
—Hola pequeño —lo saluda Amanda, la madrina de Ailén.
Su cabello es completamente blanco y en su rostro aun quedan rastros de su belleza juvenil. Según le contó a su ahijada en su juventud fue actriz, no tan famosa, pero sí tuvo buenos papeles en el cine y el teatro. Más allá de eso no sabe mucho. Solo que fue algo así como mentora de su madre y por ello aquella la eligió como su madrina. Siempre le ha parecido extraño a Ailén que su madre jamás la hubiera nombrado, pero aquella mujer ha sido tan buena con ella, la única que le dio la mano cuando pensaba que no le quedaba otra opción más que morir, que no se atreve a dudar de su palabra.
De seguro ante la fría actitud de su madre puede ser que la apartó de su vida así sin explicación alguna solo por mero capricho.
—¿Cómo ha estado la situación? —le preguntó Amanda preocupada mientras Ignacio jugaba con su avión.
—Bueno…
Ailén sonrió nerviosa, en su estado no debería siquiera contarle que Andrés, el padre de su hijo, ha aparecido. Ya el doctor le dijo que debía tener cuidado con perturbarla, su corazón aun sigue delicado.
—… como siempre, mucho trabajo y que cada día tolero menos a mi jefe —se rio.
Su madrina entrecerró los ojos, condescendiente estirando sus manos para recibir las manos de la joven mujer. La calidez que Ailén sintió ante el contacto la hizo sentirse rodeada de una tranquilidad que no sentía desde hace mucho. De verdad que extraña mucho a su madrina, le gustaría que le dieran el alta y ella pudiera regresar a casa.
—Siente tener que ponerte en esta situación —le habló con sinceridad—, no pensaba enfermarme aun, soy joven podía haber seguido trabajando.
—No se preocupe, saldremos de esto —le sonrió Ailén con seguridad—. Tengo mucha fuerza para seguir trabajando, aunque mi jefe sea un patán.
—Patán, patán, jefe patán —repitió Ignacio jugando.
Ailén intentó evitar que su hijo siguiera repitiendo sus palabras mientras la mujer mayor la contempla con una suave sonrisa. Lamentablemente su trabajo como costurera nunca le dio lo suficiente para pagarle sus estudios universitarios a Ailén, sumando la depresión post parto y el nacimiento de un nuevo miembro a la familia que ambas recién comenzaban a formar. No fue fácil, Ailén tuvo que convertirse en mamá del hijo de un individuo que la despreció de la peor manera, engañada y drogada para terminar quedando embarazada de él. Dio a luz a un niño cuando ni siquiera lograba asimilar su situación, sin cariño de la familia que había prometido cuidarla, ni al hombre que frente al lecho de muerte de la verdadera madre de Ailén juró protegerla. Ailén no lo sabe, su madre no fue la mujer que la crio, ni su padre el hombre que la tiró a la calle con esa crueldad. Ellos eran sus tíos, su madre murió cuando Ailén apenas había cumplido tres meses de edad.
—Tía ¿Tía? —la llamó Ailén preocupada al verla tan callada.
Su madrina la miró unos segundos antes de reaccionar, de verdad es que Ailén se parece mucho a su madre, solo la forma de sus ojos es distinta, eso lo heredó de su padre, entrecerró los ojos y suspiró.
—Lo siento, solo recordaba el pasado —le sonrió acariciándole el cabello.
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El sol pega con fuerzas. Ailén luego de salir del hospital tuvo que detenerse en la plaza cercana a su hogar y descansar. El calor es insoportable. Mientras ve a su hijo subir y bajar en un resbalin ella se acomoda a disfrutar sentada bajo la sombra de un enorme árbol. Observa la copa de los árboles y le es imposible no recordar su pasado. Antes de que pasara aquel desafortunado incidente.
Sin embargo, sus recuerdos no logran llevarla más allá cuando al girar sus ojos a un costado nota un auto inusual.
—Una limusina —chasquea la lengua al solo decirlo mientras arruga el ceño, hostigada.
Se tranquilizó masajeando sus cienes ¿No podría ser que la estén siguiendo? Y claro, menos con un vehículo tan llamativo como ese.
—Helado, quiero, mamá —exclamó Ignacio corriendo hacia ella y señalando el pequeño quiosco a un costado de la plaza.
Ailén se puso de pie y no alcanzó a dar dos pasos cuando una voz la detuvo.
—A Andrés también le gustaban mucho los helados a esa edad.
Tragó saliva cuando su mirada se cruzó con quien acababa de decir aquellas palabras. De inmediato se apresuró a tomar a Ignacio entre sus brazos y colocar su mano sobre su cabeza evitando que aquel hombre pudiera verlo. Si llega a ver su color de ojos podría sospechar que aquel niño es su nieto.
Alberto Almendares, sonríe con suavidad. A sus cuarenta y siete años luce aun bastante apuesto, sus ojos son tan azules como los de su hijo, Andrés, aunque su cabello es castaño a diferencia del claro cabello de su hijo, que eso lo sacó de su madre. Pero a pesar del aspecto tranquilo y amable del patriarca de los Almendares sabe que es un hombre peligroso, poderoso y que no titubea en hacer desaparecer a sus rivales si eso es necesario.
—¿Qué es lo que busca? —masculló Ailén en tono poco amable.
—Hablar contigo, sobre mi hijo y… —contempló al niño que sin entender nada se aferra a los brazos de su madre, pero de reojo observa a aquel hombre—mi nieto…
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Editado: 16.03.2023