Corazón de cristal

Capítulo 4

Segundo día. Veo el horario, anotado en mi cuaderno de comunicados, de mala gana, con terror a saber qué materias tendré hoy —ojalá no sea química o economía, por el amor de todos los cielos—, aunque... ¿podría ser peor que empezar con matemática un lunes a primera hora? Nunca se sabe.

Suspiro y observo la hoja con las clases de hoy, resignándome. Y, sin esperarlo, se me iluminan los ojos.

«Martes: 

Primera y segunda hora literatura (de 07:30 a 9:30). 

Tercera y cuarta sociología (de 9:50 a 11:50). 

Quinta hora: nada»

Eso no suena nada mal. Amo literatura, aunque jamás he tenido sociología hasta ahora y, además, no tengo contraturno. Recupero mi sonrisa ante tal revelación y tengo más ánimos para entrar al colegio ni bien toca la campana.

No formamos porque está lloviendo, así que pasamos directamente al aula. Al entrar al salón veo a Gala sentada junto a Belén, charlando indiferentes a lo que las rodea. Sé que deberé escucharlas cotillear detrás de mis orejas sobre chicos sin camisa y programas adolescentes —¡sería imposible no hacerlo si ellas casi gritan al hablar!—. ¿Lo creen? Belén con Gala se cambia totalmente. Rompen el silencio en todas las horas. Noto que le dan pequeñas ojeadas al compañero nuevo, ¿estarán hablando de él? Conociéndolas, me imagino que sí.

Owen, el compañero nuevo, está acomodado en el banco que está a mi lado y no ha hablado desde que llegó... Ni una sola vez, salvo cuando se presentó y luego me dijo «¿vas a seguir mirándome así el resto del año?». Eso simplemente me ha colmado. ¡¿Pero quién se cree que es?! Todavía sigue resonando aquella voz burlona en mi cabeza. Al recordar su comentario mis mejillas se tornan rojas justo en el momento que sus ojos claros chocan con los míos. Sube una de sus comisuras de la boca formando una sonrisa arrogante que me dan ganas de borrar, y con ella, un hoyuelo extremadamente sexy.

¡Y encima pienso que es «sexy»! ¿Qué pasa conmigo?

Me quedo en el marco de la puerta, soportando la mirada de Owen sobre mí. No sé si cambiarme de asiento por hoy, me da mala espina sentarme cerca de él. Las chicas siguen sin advertir mi presencia, así que no puedo contar con ellas por el momento.

—¡Vamos, muévete! ¿Eres estúpida o qué? ¡Deja pasar! —dice Carla, una de las compañeras más insoportables que pensé tener alguna vez. Es baja de estatura, con pelo rubio —teñido—, de piel bronceada y con —según yo y mis libros de psicología— muchos complejos. Ella puede ser bien perra con los demás. Y cuándo digo los demás, hablo mayormente de mí. Yo soy su blanco, la mayor parte del tiempo—. ¡Oh, estás mirando al nuevo! ¡Oye, tú, nuevo! ¡Aléjate de ésta, es una imbécil!

—Vete a la mierda —mascullo caminando hacia mi asiento y dejando la mochila con —tal vez— demasiada fuerza. Los ojos azules del compañero nuevo ahora parecen impacientes cuando toca mi hombro y me sobresalto por eso.

—¿Y no le dirás nada para defenderte? —pregunta él con incredulidad.

—¿Qué puedo decirle? —le retruco observándolo con furia. Lo último que falta es que se meta en mi vida privada.

—¡Oye! Yo no te he hecho nada para que me mires así —comenta levantando sus manos en el aire con aspecto de inocente y su sonrisa se amplía—. Simplemente opino que no puedes dejar que te pasen por encima.

—Ella no me pasa por encima. Verás, llega un momento en el que, después de tanto, te acostumbras a sus actos de crueldad y ya comienzan a darte lo mismo.

—Pero no está bien naturalizar las cosas, ¿lo sabes, no? —comenta y su mirada deja la mía, cortando nuestra breve charla.

«Sí, lo sé». Pero cuando ya has intentado todo, desde ir a hablar con la directora a contestarle¿qué más se puede hacer? ¿Cambiarme de colegio? ¿Ser como ella y atacarle como ella lo hace? La primera opción ya la he vivido y, aunque en el anterior colegio era peor, no ha servido de mucho. Con la última forma estaría fallándome a mí misma, yo no podría ser así. Es triste pero es una realidad, y debo aprender a convivir con eso; la crueldad está y el mundo no es tal y como nosotros lo queremos. Siempre me dijeron que yo debía hacer «oídos sordos» a sus comentarios, pero ese es un dicho imposible. ¿Cómo, si ella grita toda esa alcantarilla dirigida a mí, no podría escucharla? Los oídos no pueden ser sordos, y el corazón no puede ser de piedra. Supongo que la única solución es la paciencia, el criterio y la personalidad, saber quién eres para que los comentarios no tengan tanto efecto, aunque el mal trato lastime.




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