Crepúsculo - Stephenie Meyer

Capitulo 10. Interrogatorio

A la mañana siguiente resultó muy difícil discutir con esa parte de mí que estaba convencida
de que la noche pasada había sido un sueño. Ni la lógica ni el sentido común estaban de mi
lado. Me aferraba a las partes que no podían ser de mi invención, como el olor de Edward.
Estaba segura de que algo así jamás hubiera sido producto de mis propios sueños.
En el exterior, el día era brumoso y oscuro. Perfecto. Edward no tenía razón alguna para no
asistir a clase hoy. Me vestí con ropa de mucho abrigo al recordar que no tenía la cazadora,
otra prueba de que mis recuerdos eran reales.
Al bajar las escaleras, descubrí que Charlie ya se había ido. Era más tarde de lo que creía.
Devoré en tres bocados una barra de muesli acompañada de leche, que bebo del cartón, y
salí a toda prisa por la puerta. Con un poco de suerte, no empezaría a llover hasta que
hubiera encontrado a Jessica.
Había más niebla de lo acostumbrado, el aire parecía impregnado de humo. Su contacto era
gélido cuando se enroscaba la piel expuesta del cuello y el rostro. No veía el momento de
llegar al calor de mi vehículo. La neblina era tan densa que hasta que no estuve a pocos
metros de la carretera no me percaté de que en ella había un coche, un coche plateado. Mi
corazón latió despacio, vaciló y luego reanudó su ritmo a toda velocidad.
No vi de dónde había llegado, pero de repente estaba ahí, con la puerta abierta para mí.
—¿Quieres dar una vuelta conmigo hoy? —preguntó, divertido por mi expresión,
sorprendiéndome aún desprevenida.
Percibí incertidumbre en su voz. Me daba a elegir de verdad, era libre de rehusar y una
parte de él lo esperaba. Era una esperanza vana.
—Sí, gracias —acepté e intenté hablar con voz tranquila.
Al entrar en el caluroso interior del coche me di cuenta de que su cazadora color canela
colgaba del reposacabezas del asiento del pasajero. Cerró la puerta detrás de mí y, antes
de lo que era posible imaginar, se sentó a mi lado y arrancó el motor.
—He traído la cazadora para ti. No quiero que vayas a enfermar ni nada por el estilo.
Hablaba con cautela. Me di cuenta de que él mismo no llevaba cazadora, sólo una camiseta
gris de manga larga con cuello de pico. De nuevo, el tejido se adhería a su pecho
musculoso. El que apartara la mirada de aquel cuerpo fue un colosal tributo a su rostro.
—No soy tan delicada —dije, pero me puse la cazadora sobre el vientre e introduje los
brazos en las mangas, demasiado largas, con la curiosidad de comprobar si el aroma podía
ser tan bueno como lo recordaba. Era mejor.
—¿Ah, no? —me contradijo en voz tan baja que no estuve segura de si quería que lo oyera.
El vehículo avanzó a toda velocidad entre las calles cubiertas por los jirones de niebla. Me
sentía cohibida. De hecho, lo estaba. La noche pasada todas las defensas estaban bajas...

casi todas. No sabía si seguíamos siendo tan cándidos hoy. Me mordí la lengua y esperé a
que hablara él.
Se volvió y me sonrió burlón.
—¿Qué? ¿No tienes veinte preguntas para hoy?
—¿Te molestan mis preguntas? —pregunte, aliviada.
—No tanto como tus reacciones.
Parecía bromear, pero no estaba segura. Fruncí el ceño.
—¿Reaccioné mal?
—No. Ése es el problema. Te lo tomaste todo demasiado bien, no es natural.
Eso me hace preguntarme qué piensas en realidad.
—Siempre te digo lo que pienso de verdad.
—Lo censuras —me acusó.
—No demasiado.
—Lo suficiente para volverme loco.
—No quieres oírlo —mascullé casi en un susurro.
En cuanto pronuncié esas palabras, me arrepentí de haberlo hecho. El dolor de mi voz era
muy débil. Sólo podía esperar que él no lo hubiera notado.
No me respondió, por lo que me pregunté si le había hecho enfadar. Su rostro era
inescrutable mientras entrábamos en el aparcamiento del instituto. Ya tarde, se me ocurrió
algo.
—¿Dónde están tus hermanos? —pregunté, muy contenta de estar a solas con él, pero
recordando que habitualmente ese coche iba lleno.
—Han ido en el coche de Rosalie —se encogió de hombros mientras aparcaba junto a un
reluciente descapotable rojo con la capota levantada—. Ostentoso, ¿verdad?
—Eh... ¡Vaya! —musité—. Si ella tiene esto, ¿por qué viene contigo?
—Como te he dicho, es ostentoso. Intentamos no desentonar.
—No tienen éxito. —Me reí y sacudí la cabeza mientras salíamos del coche. Ya no
llegábamos tarde; su alocada conducción me había traído a la escuela con tiempo de
sobra—. Entonces, ¿por qué ha conducido Rosalie hoy si es más ostentoso?
—¿No lo has notado? Ahora, estoy rompiendo todas las reglas.

Se reunió conmigo delante del coche y permaneció muy cerca de mí mientras caminábamos
hacia el campus. Quería acortar esa pequeña distancia, extender la mano y tocarle, pero
temía que no fuera de su agrado.
—¿Por qué todos ustedes tienen coches como ésos si quieren pasar desapercibidos? —me
pregunté en voz alta.
—Un lujo —admitió con una sonrisa traviesa—. A todos nos gusta conducir deprisa.
—Me cuadra —musité.
Con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, Jessica estaba esperando debajo del saliente
del tejado de la cafetería. Sobre su brazo, bendita sea, estaba mi cazadora.
—Eh, Jessica —dije cuando estuvimos a pocos pasos—. Gracias por acordarte.
Me la entregó sin decir nada.
—Buenos días, Jessica —la saludó amablemente Edward. No tenía la culpa de que su voz
fuera tan irresistible ni de lo que sus ojos eran capaces de obrar.
—Eh... Hola —posó sus ojos sobre mí, intentando reunir sus pensamientos dispersos—.
Supongo que te veré en Trigonometría.
Me dirigió una mirada elocuente y reprimí un suspiro. ¿Qué demonios iba a decirle?
—Sí, allí nos vemos.
Se alejó, deteniéndose dos veces para mirarnos por encima del hombro.
—¿Qué le vas a contar? —murmuró Edward.
—¡Eh! ¡Creía que no podías leerme la mente! —susurré.
—No puedo —dijo, sobresaltado. La comprensión relució en los ojos de Edward—, pero
puedo leer la suya. Te va a tender una emboscada en clase.
Gemí mientras me quitaba su cazadora y se la entregaba para reemplazarla por la mía. La
dobló sobre su brazo.
—Bueno, ¿qué le vas a decir?
—Una ayudita —supliqué—, ¿qué quiere saber?
Edward negó con la cabeza y esbozó una sonrisa malévola.
—Eso no es elegante.
—No, lo que no es elegante es que no compartas lo que sabes.




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