—Pronto las sombras me acompañarán. —Lakan suspiraba mientras veía como el sol se escondía tímidamente.
Terminando estas palabras, se recostó por un robusto tronco. Tomó una fruta que colgaba de una de las frágiles ramas y, mientras saboreaba escuchó voces, pisadas rápidas, sonrisas que iban y venían, poco a poco estas se hacían más fuertes, entonces sigilosamente subió al árbol. Pudo ver dos pequeños niños golpeándose con estrechas ramas simulando una inocente lucha, entonces saltó hacia los infantes y se apoderó de ellos.
—¿Dónde está su rey? —cuestionó con voz fuerte y tosca—. ¡Necesito encontrarlo!
Al bajarlos, estos lo miraron sorprendidos y sin mediar palabra alguna lo guiaron hasta el centro de la ciudad. Mientras iban adentrándose la población se hacía más numerosa, el barullo se acrecentaba y las edificaciones se erigían y se apiñaban por todo el terreno. En cierto momento del trayecto, en medio de una de las vías principales se encuentran con una monumental estatua tallada de mármol que denotaba ostentosidad sin igual.
—Si que se han tomado su tiempo —dejó escapar un silbido—. ¿De quién se trata? —cuestionó sin desviar la mirada del monumento.
—Es el rey Althum, conquistador del continente, primer rey de los hombres, fundador de la Hermandad de los Caballeros Sabios, protector del Reino —proclamó uno de los niños con mucho entusiasmo.
Escuchando estas palabras Lakan soltó una sonrisa, meneó la cabeza y sin prestar mucha atención a lo que dijo el niño siguió caminando. Los pequeños siguieron guiándolo, transitaron por un estrecho pasillo, a sus costados las casas estaban pegadas una contra la otra y conformaban un formidable paisaje. Todas estaban pintadas de color blanco y sus tejados anaranjados relucían con los últimos rayos del sol. Al llegar al final del pasillo, se toparon con la fortaleza, poseía ventanales de diversos colores y formas, adornados de bellos jardines que rodeaban todo el lugar. La majestuosa construcción se erigía en el centro del reino, el cual era custodiado por los guardias de turno.
—¡Alto! —gritó con prepotencia uno de los caballero—. ¿Quiénes son y a que vienen? ¡Deténganse inmediatamente! —Con una mirada de pocos amigos los inspeccionó de pie a cabeza—. ¡Ustedes niños, retírense! —ordenó, luego observó con desdén al extraño hombre—. Tú, forastero, cómo te atreves a venir a la casa de nuestro Rey.
—Traigo un mensaje que debo entregárselo por orden de mi padre, solo deseo una reunión.
Con sonrisas despreciables los guardias empezaron a burlarse.
—¡Silencio! —vociferó Lakan y con la mirada puesta en cada uno de ellos preguntó—. ¿Qué debo hacer para poder ver al Rey?
—Qué te parece una lucha, así te damos una cálida bienvenida —lo desafió uno de ellos.
Los hombres fueron acercándose, era un grupo considerable de soldados, pero estos no sabían que iban a una muerte segura, sin embargo, la tensión del momento es interrumpida por una voz imponente.
—¡Suelten las armas! —Al instante todos se alejaron y se pusieron firmes con las espadas envainadas.
Fue así que Lakan vio un impetuoso hombre montado sobre un fastuoso corcel. Este portaba un gran escudo con finos detalles, una espada cuyo filo era capaz de rasgar el espíritu y una mirada penetrante. Se acercó y al bajar de su montura uno de sus caballeros empezó a relatarle lo acontecido.
—Su majestad —la armadura del caballero chirrió cuando posó una leve reverencia—. Este intruso se atrevió a desafiarnos. Dice que viene a hablar con usted, y que tiene un mensaje… —gruñó.
—¿Es eso verdad? —indagó el rey.
—No he venido a luchar —acotó Lakan—. Son tus hombres los que desean violencia sin justa causa.
—Dime quién es el que te ha desafiado —dijo con autoridad.
Lakan posó la mirada en aquel robusto caballero de nariz chueca, cabello rizado y cuya altura era bastante considerable.
—Ya veo... —dijo tocándose el mentón—. Veo que quieres demostrar tu fuerza noble caballero.
—Solo cumplo con mi deber Majestad.
—Caballeros. Hagamos un círculo —ordenó, y los soldados acataron el mandato—. Tú, ve al centro —el soldado con aire soberbia cumplió con lo dicho.
—No he venido a luchar —recalcó Lakan.
—Si peleas —frunció el ceño—, te concederé la palabra.
El visitante hizo una mueca de disgusto y se adentró al círculo. Con los dos hombres ya posicionados el rey dio el visto bueno para que comience el combate y, al poco tiempo de empezar la contienda el caballero ya se encontraba en clara desventaja
—¡Maldición! —Con cada golpe que recibía su escudo retumbaba violentamente—. Ahora es mi turno. —Gritó abalanzándose hacia su oponente, cuando falló el golpe recibió un fuerte topetazo que le rompió la nariz y lo hizo caer de rodillas.
—¿Por qué sigues luchando? —Dándose cuenta de la situación bajo su espada—. No tienes posibilidad alguna. ¿Qué sentido tiene pelear cuando ya se ha perdido la batalla?
—Esto aún no termina —respondió jadeando el hombre con el rostro ensangrentado.
Lakan no podía entender esta manera de razonar, pero pudo notar en la mirada de su oponente algo que experimentaba por primera. Siguió el combate, pero al rato el caballero volvió a ceder.